lunes, 29 de septiembre de 2025

Temporada de whisky

Hay años en los que la preparación de la degustación me da bastante pereza. Sobre todo, justo después de haber celebrado la anterior. Y así va pasando el invierno, sin pensar en la cita siguiente. Después, durante la primavera y el verano, son otras muchas cuestiones, planes y actividades las que me entretienen y ocupan, así que aparto la futura degustación de mi mente. Pero claro, llega septiembre y, una de dos, o nos regala una prolongación veraniega, o nos anticipa un otoño fresco. Lo primero me produce una procrastinación inconsciente con respecto a la degustación. Lo segundo, algunas veces, como decía, cierta pereza. Ante esto, la experiencia me dice que es el otoño quien le va poniendo remedio: se van acortando los días, el tiempo, cálido o frío, seco o lluvioso, apacible o ventoso, me empieza a recordar ambientes y geografías que asocio al whisky. La vecindad disminuye radicalmente finalizado agosto, provocando que los encuentros casuales durante los paseos únicamente se den con gente local, resultando por ello más hogareños, tal vez provocando cierto sentimiento de cotidianidad rural. También la luz otoñal ayuda a ello, y el progresivo acortamiento de los días. Pero eso no es todo, en ocasiones, como este año, la transición del verano al otoño ofrece más pistas o estímulos con cierto sabor a whisky. He aquí algunos de los que me han sorprendido este año y, de paso, me han servido de acicate y motivación para poner en marcha nuestra próxima degustación anual.

Al final del verano teníamos que ir a Comillas para ver una performance de un amigo fotógrafo. Conscientemente, apuramos el periodo de exhibición para evitar visitar la villa en agosto, con todas las incomodidades que la presión turística genera por allí. Así que, ya en septiembre, una tarde de día laborable, fuimos a ver la exposición, y aprovechamos el traslado para hacer una visita guiada al Capricho de Gaudí. La visita guiada merece la pena porque muestra muchos detalles y aporta ciertas informaciones que, de otro modo, pasarían completamente desapercibidos. Pese a ser aquel el primer proyecto de vivienda acometido por el arquitecto barcelonés, nos quedó claro que sabía lo que hacía, y lo que se necesitaba entonces para un hogar en plena cornisa cantábrica. Muchas de las ventanas, especialmente las que dan al norte, son de tipo guillotina. Evoluciones sofisticadas de los típicos modelos escoceses. Y escocés era, también, el tipo de chimeneas que instaló en algunas estancias (por lo menos dos). Contemplar el funcionamiento de los ventanales y admirar tales chimeneas nos recordó, inevitablemente, nuestros viajes a Escocia y a sus destilerías.

El Capricho de Gaudí. (Imagen propia).

Chimenea tipo escocesa en una de las estancias del Capricho. (Imagen propia).

Días después pasamos un fin de semana en Campoo. Para mí, pasar unos días por allí, cuando todavía no hay nieve, se me asemeja a acercarme a una especie de Escocia local. Será por la chimenea, la temperatura, las montañas romas, el brezo del campo y los paseos por el monte. En este caso, además, nuestro plan se centraba en un castillo. El de Argüeso, el único que por allí hay. Había programado un doble concierto de grupos tributo en el patio del castillo. El segundo de ellos resultó impresionante. Nada menos que un grupo especializado en, y autorizado por, Mike Oldfield. ¡Buenísimos!

Oldfield es inglés. Sin embargo, su obra ha presentado unos cuantos vínculos con Escocia y con Irlanda. Preguntado sobre el origen de su interés por la música, respondía hace años que entre sus primeros recuerdos motivacionales estaban los momentos en los que su padre, con una guitarra que se había comprado estando de misión militar en Egipto: «solía tocar la guitarra cada Nochebuena, cantando la única canción que sabía tocar, Danny Boy».

Probablemente su disco más famoso en España haya sido Tubular Bells, que fue además el que le catapultó a la fama. Con el paso de los años regresó al concepto o temática Tubular Bells al menos en dos ocasiones. Cuando la segunda, Tubular Bells II, se estrenó en Escocia, lo hizo en la explanada del castillo de Edimburgo y acompañado por la Scottish National Orchestra.

Sin embargo, la que está considerada como su obra maestra es el álbum Ommadawn, en el que los aires folk y las influencias musicales celtas cobran gran importancia y presencia. Contó en él con varios colaboradores, entre los que destacaba el gaitero irlandés Paddy Molloney. Y ya que estamos con colaboraciones, se hace necesario mencionar a la cantante Maggie Reilly, escocesa de maravillosa voz que, tiempo después, interpretó canciones para Olfield durante varios años. Un afamado ejemplo de ello es el tema To France, incluido en el LP Discovery. La canción en cuestión, Olfield se la dedicó a Mª Estuardo, reina de Escocia entre 1542 y 1567. Y pudimos disfrutarla en Argüeso.


Aquella noche no hacía frío en Campoo. Todo lo contrario. Una ola de calor asolaba el norte y nos deparó una tarde y noche cálidas y agradables, aderezadas por una suave brisa acariciadora. Muchas mujeres en camisetas de tirantes. Había luna, estrellas y un generoso montaje de luminiscencia que decoraba las paredes del edificio principal del castillo. Los músicos dieron la talla, ofreciéndonos un gran concierto que culminó con fuegos artificiales.


Algunos días más tarde me vi en Londres. No visitaba la ciudad desde hacía unos 36 años y la encontré cambiada en varios aspectos. Pocos coches particulares en el gran centro, con un tráfico (lento y moderado) basado en autobuses, taxis y vehículos de compañías de transporte de nueva generación. A cambio, muchas bicicletas, de todo tipo y manejadas por personas de edades y condiciones aparentes de lo más diversas. Proliferación de edificios muy modernos buscando las grandes alturas como límite a su capacidad espacial. Se ve que los solares que, lentamente, se van reutilizando al cabo de los años, son parcos en extensión, y su habitabilidad se explota al máximo en altura. De hecho, la ciudad está sembrada de grúas abrazadas a grandes pilares de hormigón que ejercen de columna vertebral de esos nuevos edificios, los cuales se desarrollan desde y alrededor de ese gran pilar central. La modernidad de la edificación londinense, además de por su altura, parece caracterizarse por los acabados brillantes, acristalados y reflejantes de los cubrimientos de las fachadas. Hay vidrio en todas las direcciones del horizonte. Algunas torres nuevas sueltas (separadas de las que ya conocía de la City) al norte del Támesis, muchas a lo largo de la orilla sur, y toda una especie de nueva City al este de la ciudad, en la zona de Canary Wharf. Precisamente, en las inmediaciones de este último lugar, un poco más al sur, río abajo, en Millwall, daba comienzo un evento a remo (de banco fijo) que nos llevaría, a base de paladas, hasta Richmond, 33 kilómetros río arriba. No se trata de dar cuenta del evento aquí, sino de subrayar que hubo una nutrida participación de barcos y tripulaciones escocesas en la regata.

Algunas de las embarcaciones escocesas con que nos encontramos durante la regata. (Imagen: montaje propio a partir de imágenes de hrrphoto.co.uk).

Tampoco viene al caso contar nada de mis actividades y visitas durante los días que pasé en Londres, sin embargo, tuve un hallazgo fugaz, involuntario y totalmente casual un día que paseaba por el centro. Creo recordar que caminaba desde Trafalgar Square hacia Covent Garden cuando vi, a mi derecha, un antiguo edificio, de unas tres alturas, cuya fachada estaba coronada por un frontispicio que rezaba: The Tam O’shanter 1896. Nada menos que el título del poema de Robert Burns que el Clan Pagüenzo empleó para celebrar su quinto aniversario. De vuelta a casa, investigando un poquito sobre el inmueble, descubrí que «The Tam O’Shanter estaba situado en el 103 de Charing Cross Road. Construido en 1896, el nombre todavía puede verse en relieve en el frontón. Ahora es parte de la infame cadena Scotch Steak Houses. Este pub cerró en 1960». Es decir, que el edificio fue un pub del centro de Londres, que como tal duró 64 años. El comentario, suficientemente informativo como para ponerme en situación, se había quedado ya obsoleto, pues tampoco quedan rastros de la franquicia de carne, ahora sustituida por un establecimiento asiático.

Fachada del antiguo The Tam O'Shanter en Londres. (Imagen propia).

Otro día, trasteando por Candem Market me topé con una microdestilería. No, no era de whisky ¡lástima! Sino de ginebra, que tampoco está mal. Recordar a las chicas de Lussa en la isla de Jura resultó inevitable.

Interior de micro-destilería en Candem Market. (Imagen propia).

Ya de regreso, aproveché el paso por la zona Duty Free del aeropuerto para buscar whiskys de malta que, no habiéndolos probado anteriormente, sirvieran para la celebración de la próxima degustación. Había bastantes opciones entre las que elegir. A parte de la proliferación de versiones y añadas diferentes de destilerías habituales, resulta que hasta los ingleses han acabado subiéndose al carro del malta, apareciendo algunas marcas que lo ofertan. Pero no me dejé seducir por ellas. Había suficientes opciones escocesas a la vista. Adquirí tres: un clásico terminado de modo diferente, gracias a un proceso de triple destilación; y dos totalmente nuevos para el Clan.

Y claro, al ver los estuches, las etiquetas y los ambarinos colores del contenido líquido, se me ha pasado toda aquella pereza organizativa, y ya he convocado a las amistades para la celebración de próxima degustación (edición XXXIIª) que se hará efectiva en noviembre. En plena temporada de whisky.

viernes, 11 de octubre de 2024

THE MACALLAN

Ignoro de dónde salió. Alguien, persona o entidad, lo adquirió de alguna forma con intención de regalo. Y puedo asegurar que consiguió lo buscado en grado sumo, mucho más allá de sus probables intenciones iniciales. Lo digo porque el estuche llegó a un destinatario. ¿Hubo antes otros destinatarios intermedios? Ni lo sé, ni puedo, ni me interesa saberlo. Pero a él sí que lo tengo identificado e incluso, aunque poco, y más bien de vista, lo conozco y sé quién es. El caso es que, por lo que me han contado, no es bebedor de whisky, así que, ni corto ni perezoso, traspasó el regalo (o premio o lo que fuera) a un amigo suyo, quién, cosas de la vida, tampoco bebe whisky. Y a este sí que lo conozco. Es generoso, trabajador, abierto y vital. Nos conocimos y tratamos levemente hace unos cuarenta años, de jóvenes, más por las noches que por el día y a causa de tener unas amigas comunes, que fueron quienes nos pusieron en contacto. Y ahora, desde hace poco, cuatro décadas después, nos hemos vuelto a encontrar por causas deportivas, marineras y de tradición casi etnográfica. Sorpresas te da la vida. El caso es que él, al enterarse de mi afición al whisky de malta, me traspasó igualmente el estuche. Y así llegó a mis manos un whisky que, por su elevado precio, jamás me hubiese comprado.

¿De qué precio estamos hablando? Contestar a ello en cifras de moneda oficial me parece un error por varias razones. Principalmente porque los whiskies oscilan mucho de precio en poco tiempo, al igual que lo hacen dependiendo de dónde se compren. Pero también porque estos textos que quedan publicados por tiempo indefinido, con los años, pueden resultar engañosos a causa de la inflación u otras variaciones económicas. Así que diré su precio en whisky. La botella en cuestión viene a costar entre 3 y 4 botellas de Lagavulin, más cerca de cuatro que de tres.

Me estoy refiriendo a The Macallan Rare Cask, 2023 Release. El whisky se presenta en una caja de forma prismática con base hexagonal irregular. Ancha frontalmente y por detrás, y más estrecha por sus flancos laterales. Lo primero que hay que hacer es sacar un estuche verticalmente de una carcasa de cartón blanco fino que ya presenta el producto con todos los honores. Al hacerlo, surge el estuche, que es de idéntica forma, pero de un color jaspeado en tonos acaramelados, como de mueble clásico rojizo bien alimentado de cera a lo largo de los años, con cierto empaque estructural y una textura de bajo relieve escamada a base de triangulitos. Y en el centro, en vitola de fondo blanco con bordes dorados, bajo un icono de la mansión de la destilería, reza su presentación: The MACALLAN Highland Single Malt Scotch Whisky RARE CASK. Aunque largo ¡simple y prometedor!

Estuche (Imagen propia).

El estuche, de constitución a base de cartones, pero con elegante empaque y acabado, se abre en forma de puerta central de doble hoja, una superpuesta a la otra, y ambas correspondiéndose a los dos lados frontales del prisma hexagonal. Abrirlas da acceso a la botella. Esta está firmemente sujeta: encajada por su base en un hueco con la misma forma que su culo, y sujeta en su cuello por un anclaje de presión. Es una botella estilizada, más estrecha en su base romboide que en su parte superior, donde presenta una forma abovedada antes de proyectar su estilizado cuello hacia arriba. Creo que es la botella estándar actual de la destilería, aunque a mí me quedaba el recuerdo de la anterior. Es totalmente transparente y con discreta presencia de vitolas adheridas. Una frontal que repite la información del estuche, otra posterior con datos técnicos y una pequeña de forma triangular, pero ligeramente curvilínea, recordándonos que la destilería viene funcionando desde 1824, lo cual hace que, sin pretenderlo, nos hayamos bebido este whisky celebrando el bicentenario de su origen. ¡Buen pretexto! Además de un homenaje improvisado.

El magnífico whisky antes de empezarlo. (Imagen propia).

Estuche y botella, cuando el malta ya pasó a la historia (Imagen propia).
 

Por finalizar la descripción del continente, señalar que su tapón, de corcho, pesa mucho, algo que es debido a que la corona o tapa del corcho parece metálica. Está bañada en dorado y tiene grabada la figura de la casa principal de la destilería. Sin duda, un objeto a conservar, aunque probablemente guarde la botella completa.

Pero ¿de qué va todo eso de las barricas raras? ¿Cuál es el valor añadido de este whisky? El asunto se basa en que cada barrica de maduración de un single malt acaba desarrollando su propia personalidad. Aparecen diferencias, a veces muy discretas, otras provocando marcadas variaciones en el whisky que contienen. En The Macallan han descubierto que algunas barricas varían con respecto a las demás de un modo un tanto peculiar, obteniendo un whisky de color caoba, un intenso sabor dulce de pasas y una rica y aterciopelada sensación en boca. Las barricas de las que estamos hablando (las elegidas y todas las demás allí) son de roble y han sido previamente utilizadas para madurar sherry, algo que es seña de identidad de la destilería.

El whisky lo he podido disfrutar en varias moderadas tentativas, siempre acompañado de diversas amistades o familia, que andaban de visita casual. Ha sido pues un placer reiterado y compartido. Haberlo hecho así ha provocado que lo haya podido disfrutar en varias ocasiones bastante separadas en el tiempo, lo cual ha servido para, por ejemplo, consolidar mi opinión sobre este whisky, ya que me ha provocado muchísima estabilidad en mis apreciaciones. Siempre digo que, en esto del whisky, el momento y lugar en que lo bebemos, más aún, toda la contextualización (incluyendo el ánimo, la hora, la estación del año y lo que se haya bebido o comido antes), suelen influir bastante sobre lo que cada whisky en cuestión nos transmite. Por eso, en este caso, su estabilidad de percepciones se me antoja muy fiable y robusta. Además de muy buena, ahora voy con ello.

Para poder describirlo, algo siempre tan difícil, normalmente excesivamente poético por parte de quienes lo elaboran, y casi imposible por la mía, voy a ir comparando la declaración de la destilería con mi comentario al respecto en cada apartado.

Color: rubí caoba, a lo que no me opongo, en todo caso, no lejos de las gamas algo oscuras que suelen caracterizar al The Macallan 12 años tradicional.

Nariz: suaves notas de vainilla con ricas pasas, seguido por una fusión dulce de manzana fresca, limón y naranja. Ni refuerzo ni discrepo, pero sí que me parece un aroma muy rico, suave, complejo y dulzón. Francamente muy agradable.

Paladar: un sabor intensamente dulce a pasas domina antes de dar paso a vainilla y chocolate negro, con capas de cáscara de cítricos. Tampoco he sido nunca capaz de familiarizarme con este tipo de descripciones. Por mi parte, indicar que es un sabor muy armónico, perfecto a falta de ninguna estridencia. Complejo porque presenta muchos matices sin que ninguno sobresalga abusando. Nada ahumado y, desde luego, suave y nada rasposo o agresivo. Un placer.

Final: largo, rico y aterciopelado. Totalmente de acuerdo.

Mi conclusión es que estamos ante un whisky perfecto. Los hay más imperfectos pero que me gustan más. Esto es posible porque presentan rasgos de carácter (olor, paladar o final) que me atraen especialmente, por lo que resultan más de mi gusto. Pero reconozco que este me ha encantado y que, probablemente por su equilibrio, redondez, suficiente complejidad y perfección, pueda gustarle a la mayor parte de los aficionados al whisky de malta. Quienes me conozcan ya sabrán que mis apreciaciones (nunca me ha dado por valoraciones cuantitativas) se mantienen total y absolutamente ajenas a los precios de los whiskies. No me dejo influenciar por ellos ni en las alturas, ni en los bajos fondos de los mismos. Así que tómense estos comentarios sin tener en cuenta el precio de este whisky.

Pero ya que estamos con un The Macallan y en su bicentenario, parece buen momento para hablar un poco sobre la destilería y su whisky en general. Mi primer The Macallan, el 12 años de siempre, lo tomé en 1994 al ser uno de los seleccionados para la primera degustación del Clan Pagüenzo. No es un whisky al que haya recurrido con mucha frecuencia. No porque no me agrade, sino porque otros lo hacen más. Es más bien poderoso, y tiene tanto incondicionales como aficionados a los que no les convence mucho, todo ello dentro de un gran prestigio. Yo incluso lo calificaría como uno de los ejemplos más marcados de los single malts que se centran en el efecto de las barricas de jerez sobre el resultado final, que son muchos. Estamos hablando (cualquiera que sea su proceso de elaboración) de whisky de las Haighlands, el Speyside, e incluso con derecho a denominación Glenlivet. Con posterioridad he probado varias veces su versión 12 años Fine Oak, bastante más pálido de color y menos representativo de la destilería. No tengo un recuerdo demasiado marcado del mismo.

La destilería nos habla de seis pilares en los que basa su filosofía. Son los siguientes. Uno, el territorio, que fue adquirido en 1543, próximo al río Spey y sobre el que, desde 1700, se levanta una casa tradicional (manor) denominada Easter Elchies House. Dos, sus curiosamente pequeños alambiques (anchos pero muy bajos). Tres, todo el trabajo de fabricación de barricas propias de roble, que les lleva unos cinco años de dedicación artesanal. Cuatro, el periodo en que las barricas permanecen en Jerez de la Frontera madurando sherry. Cinco, el no añadir ningún tipo de colorante (caramelo) para conseguir su poderosa coloración 100% natural. Y, por último o sexto, la declarada maestría de su personal.

Tampoco he visitado la destilería. No se nos puso a tiro o surgió la oportunidad durante un viaje que hicimos hace décadas por el Speyside. En cualquier caso, aquello es un territorio hermoso, que mantiene un atractivo equilibrio entre la naturaleza silvestre y el entorno rural poco desarrollado, propio de comarcas más bien despobladas y de clima agreste. Sí que hemos visitado alguna bodega de finos, olorosos, amontillados… (sherry en general) en Jerez de la Frontera. Pero por allí se mantienen muy discretos (y hacen bien) a la hora de revelar con qué destilarías de whisky negocian, o a quién proveen de barricas. Sea como sea, la tradición de esta interacción geográfica no deja de parecerme bella y singular.

En los últimos años, en The Macallan parece que han estado ocupados en un ambicioso proceso de renovación. La destilería propiamente dicha, esto es, las salas de producción del whisky, se ha instalado en un modernísimo edificio de cubierta ondulada creada a base de materiales como el vidrio, estructuras metálicas, maderas tratadas, etc. con una distribución interior muy creativa que genera un aspecto espectacular. Simultáneamente bello, funcional y limpísimo. El edificio está cubierto por un manto vegetal que se amolda a las ondulaciones planteadas por la estructura superior. En una especie de integración con el paisaje al más puro estilo del arquitecto y artista vienés Friedensreich Hundertwasser, aunque la obra es de Rogers Stirk Harbour y asociados, y data de 2018. Son bastantes las destilerías que a lo largo de lo que llevamos de siglo están tomando el rumbo que anteriormente eligieron muchas bodegas de vino españolas: encargar edificios rabiosamente modernos, singulares y atractivos a arquitectos de prestigio. La búsqueda de la solución arquitectónica suele integrar siempre, como mínimo, tres fundamentos irrenunciables: la integración con el paisaje, mantener un cierto respeto al legado original y concebir el centro de visitantes como un elemento inherente al complejo productor. Lo del equilibrio entre lo actual (que tiende a representar el futuro) y la tradición toma mayor peso hacia uno u otro lado en función de cada proyecto y de lo que de verdadero interés histórico propio mantenga cada destilería. Unas conservan más y otras menos. En cuanto a lo de los centros de visitantes, aunque ya empezaron a crearse y proliferar en el último cuarto del siglo XX, actualmente se han convertido en una estrategia más de negocio, promoción, fortalecimiento de la imagen, etc. de la mayoría de las destilerías. En el caso de la renovación en The Macallan han buscado, entre otras cosas, el acceso visual total del público a los diferentes espacios (y fases) de la producción, procurando establecer una integración aparente total de los visitantes en la destilería.

Pasillo de aproximación al espacio de alambiques. Se aprecia perfectamente el interior y la forma de la cubierta. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).

Espectacular sala de exposición de barricas. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).

Artística imagen del círculo de alambiques mirando desde abajo hacia arriba. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).

El edificio principal, semi-soterrado. La foto debió ser tomada en época temprana porque la hierba de la cubierta aun no había crecido. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).

Perspectiva general de la destilería, aunque todavía se apreciaban restos de obra y movimiento de tierras, nos da una buena perspectiva del conjunto. Al fondo, lo que probablemente son las bodegas de maduración. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).

Impecable interior. (Imagen: Joas Souza para archdaily.com).


Todo el esfuerzo llevado a cabo en la propiedad (edificios y terrenos) de cara a su muestra al público, encuentra paralelismo en su sitio web. También en la actualidad, quien más quien menos, todas las destilerías se han esforzado por diseñar páginas web atractivas, cuidadas o espectaculares, buscando siempre una especie de efecto evocador de la tradición, los placeres del whisky, atmósferas de felicidad, etc. Unos subrayan más un pasado idílico, otros su historia corporativa (porque la tienen y lo saben), otros su espíritu innovador, el arte, etc. Más que invitar a consumir (que también) las visitas a sus páginas animan a sumergirse en la cultura del whisky de malta (que al fin y al cabo es lo que hacemos en el Clan Pagüenzo) e incluso, algunas, logran que a los navegantes les entren ganas de pertenecer, de alguna manera, a la destilería que están viendo. Para ello disponen de estrategias de asociación o fidelización, clubes, o como Laphroaig, microparcelas de ciénaga en propiedad. En esta línea, como decía, la página web de The Macallan resulta muy atractiva. Además de mostrar su catálogo de productos, presumir de historia, paisaje y edificios, incluye un aspecto que me parece interesante… cuenta historias. Y como muestra de ello os dejo una que me ha gustado especialmente (casi estoy viendo en ella a una de mis abuelas…).

The Spirit of 1926 | The Macallan®

Desde un punto de vista más sentimental, tengo que recordar a Macallan, que fue uno de nuestros perros. Un magnífico labrador de capa clara con un carácter extraordinario. Obediente, cariñosísimo, tranquilo, silencioso y, tal y como nosotros solíamos definirlo: premio nobel de la paz. Jamás se peleó. Entusiasta de bañarse, Macallan nos acompañó en canoa, caminando por muchos bosques y ascendiendo algunas montañas, e incluso se vino conmigo a algunas rutas de esquí de montaña. Subíamos al mismo ritmo, pero, a la hora de descender, por mucho que él intentara correr, tardaba mucho más que yo esquiando, así que cuando le esperaba, al llegar hasta mí, Macallan se tumbaba sobre las tablas de mis esquís para retenerme mientras él recuperaba el resuello.

Macallan recién llegado a casa. (Imagen propia).

Echando sus primeras carreras (Imagen propia).

Macallan "juvenil" (Imagen propia).

En la nieve en Alto Campoo. (Imagen propia).

Dándose un baño tras lanzarse al agua desde una canoa (Imagen propia).

Macallan acompañándome en una larga ruta de bosque. (Imagen propia).

Por encima de los 2000m de altura (no recuerdo si la foto se corresponde al Cotomañinos o al Cueto Mañín). (Imagen propia).

Ya sea por el gusto que me ha dejado este whisky, por los recuerdos del perro o por haber tenido a la destilería y su producto algo abandonados, quizás tenga que tener en cuenta su oferta de cara a futuros consumos. Ya veremos.

 

lunes, 11 de diciembre de 2023

RUTA M-5 (Tomo I): Malt Whisky

Hace un par de años, aproximadamente, un amigo escritor me preguntó que si en aquel momento estaba escribiendo algún libro. No era el caso, y así se lo confirmé. Entonces, él me animó a ponerme con otro (ya había escrito algunos ensayos). Le contesté que, seguramente, no tardaría en empezar, pero que, acostumbrado él a mis temáticas deportivas, se sorprendería si me viera terminar un ensayo sobre whisky. Desde entonces hasta ahora, en medio, se coló un libro de viajes. Pero ahora, por fin, sí que he publicado un ensayo sobre whisky, pero que es, además, también un libro de viajes.


El título debe explicarse. Llevo tiempo metido en faena con una obra algo ambiciosa. Se trata de una colección de libros de viajes, organizada en cinco tomos correspondientes a otros tantos destinos o temas de interés. La he denominado Ruta M-5 porque cada tomo, empieza por la letra M. El primero, que es el que aquí presento es Malt Whisky. El resto empezarán por Me, Mi, Mo y Mu. Esta primera entrega es, simultáneamente, un ensayo sobre el whisky de malta y un compendio de libro de viajes a Escocia.

Desde un punto de vista conceptual, el ensayo incorpora algo de historia del whisky de malta, información sobre su elaboración, zonas de producción, anécdotas y cultura asociada a tan admirada bebida. El texto está aderezado con algunas citas y cierta carga bibliográfica seleccionada. Es un ensayo más cultural que técnico o gastronómico, aunque de todo tiene un poco, incluidos algunos tragos que salpican el discurso aquí o allá.

En lo que se refiere a los viajes, aparecen varios. Dos son propios: sendos itinerarios por Escocia separados por un lapso de 25 años entre sí. El primero de ellos fue en abril, pero con la atmósfera invernal que nos aportó una ola de frío polar en Europa. Nuestro destino preferente fue el Speyside y gran parte de las Highlands (orientales y occidentales), además de Edimburgo. El segundo, también incluyó Edimburgo, pero se centró, especialmente en Islay y Jura (islas Hébridas meridionales). Esta vez en otoño. En ambos periplos incorporamos unas cuantas visitas a destilerías de whisky de malta. Gracias al completo diario que escribí durante el primer viaje un cuarto de siglo atrás, y a las recientes anotaciones tomadas durante el segundo, he podido redactar una amena adaptación publicable a modo de diario de viaje.

Sendos viajes se ven intencionadamente interrumpidos en algunos momentos por breves cuñas. Han sido extraídas de otros diarios de viaje completados, algunos siglos atrás, por viajeros mucho más ilustres. Desde un punto de vista de prestigio literario destacan los de el Doctor Johnson y su fiel amigo James Boswell, quienes viajaron juntos por similares parajes que yo, pero relataron su aventura por separado. También, por supuesto, he incluido citas e información aportadas por Alfred Barnard, a quien todos deberíamos considerar como el viajero del whisky por excelencia pues, a finales del siglo XIX, publicó un gran libro de viaje haciendo concienzudo inventario de las destilerías del Reino Unido, visitándolas absolutamente todas.

Este tomo, el primero de Ruta M-5, incluye también referencias y comentarios relativos a algunas figuras importantes de la literatura escocesa, o de otros escritores foráneos que han tenido algo que ver con el whisky. También se mencionan un puñado de películas de cine. El texto pretende marcar diferentes ritmos buscando resultar ameno. No sé si lo habré conseguido, espero que sí. En todo caso, no he renunciado a incorporar bastante carga cultural y geográfica, algo que para mí es importante en un buen relato de viajes.

Para mi personal concepción de lo que el Clan Pagüenzo representa o es (su esencia), un ensayo de estas características y contenido se hacía necesario. Una cosa es nuestro bagaje histórico como aficionados al whisky de malta, algo que los miembros del Clan conocemos de sobra y de lo que nos sentimos muy orgullosos. Pero otra bien distinta es lo que el exterior pueda interpretar sobre nuestro conocimiento, experiencia, grado de afición, trasfondo cultural, etc. De eso, cualquiera que visite nuestro blog puede llevarse una idea bastante aproximada, pero es que, en los tiempos que corren, demasiados estilos de navegación por internet se están convirtiendo en erráticos, sesgados, fugaces, poco o nada concentrados, muy desatentos y superficiales, etc. Sin embargo, ahora tenemos una referencia más. Un libro. Algo más sólido. Entre otras cosas porque, si alguien se acerca a un libro con interés, en la mayoría de los casos es para leerlo o, al menos, para consultarlo. Y este es el nuestro. Está ahí y, con o sin acierto, tiene contenido de interés y, confiamos en ello, sobradamente trabajado y muy diferenciado con respecto a el de la mayoría de los textos sobre whisky que circulan por el mercado (especialmente en español). No es que este libro trate sobre el Clan Pagüenzo, ¡no! Aparece mencionado, pero siempre más bien de pasada. Lo que hace es poner una pica (una obra propia, una referencia específica diferente) en el Flandes del whisky de malta como temática o asunto de interés.

El trabajo ya está hecho, ahí queda. Espero que satisfaga a las personas que se animen a leerlo. Que no serán muchas por que se trata de un tema menor, y porque ni el autor, ni el propio Clan Pagüenzo, tenemos apenas capacidad de difusión, promoción ni publicidad. Garantizo, eso sí, que quienes lo lean con un mínimo de interés, aun gustándoles más o menos, acabarán conociendo mejor el mundo del whisky de malta y, de paso, comarcas muy representativas de Escocia.

viernes, 3 de marzo de 2023

MONACATO

Pese a que la historia del origen del whisky es incierta, la mayoría de las teorías lo relacionan con un doble factor: geográfico y estamental. La localización se presupone en Irlanda, isla que durante algunos siglos fue considerada como productora preferente de whisky (en cantidad y calidad). Desde allí pasó a la cercana Escocia, y parece que lo hizo de la mano del clero. De los monjes que cruzaron el mar hacia el este con intenciones evangelizadoras, sin abandonar sus labores ni sus conocimientos. Entre ellos la costumbre de elaborar “aqua vitae” (agua de vida), Uisge Beatha, en gaélico. Parece que con aquellos monjes llegó la destilación a Escocia donde, con el paso del tiempo, cuajó de tal manera, que es a este territorio al que definitivamente ha quedado asociada la producción del whisky a ojos de la mayor parte del planeta.

De todos es conocida la tradición productora de diferentes tipos de alimentos por parte de diversas órdenes monacales. Ya sean mojas o monjes, son muchos los monasterios que a lo largo de la historia han alcanzado gran reputación en la elaboración de quesos, chocolates… y, curiosamente, bebidas alcohólicas. Vinos, cervezas y licores. Así que no tiene por qué extrañarnos que, respecto al whisky, fueran ellos los precursores. Por poner un ejemplo cercano, sendos monesterios cistercienses de La Trapa se especializaron en deliciosos productos bastante conocidos en mi entorno geográfico: el queso de Cóbreces (Cantabria) y el chocolate de La Trapa (fundado originalmente por ellos en 1891). El “labora”, junto con el “ora”, formaba parte del disciplinado régimen de vida del clero enclaustrado. Y mientras algunos monasterios se dedicaban a un trabajo agrícola más genérico, y otros al estudio y al quehacer amanuense de los códices, algunos se emplearon bastante a fondo en especialidades como las mencionadas.

El asunto de los monjes se me antoja como una temática constante que ha sobrevivido agazapada (o no tanto, en función de las épocas) desde el cristianismo más primitivo, y que permanece vigente hoy en día, despertando, cuando menos, el interés y la curiosidad eventual de algunos intelectuales y de mucha gente corriente. Una especie de atención subyacente que no tiene por qué tener un fundamento religioso ni vocacional. Prueba de ello es que el retiro temporal voluntario a un monasterio ha acabado convertido en una posibilidad relativamente común para personas laicas, dentro del amplio abanico de motivos vacacionales, de desconexión, huida, descanso, estudio, crisis existencial, etc. Considerar que todo esto es un fenómeno propio únicamente de la religión cristiana y de la civilización occidental, apunta a una ceguera cultural evidente. Desde los lamas hasta diferentes tipos de monjes nipones o de diversos territorios y creencias de Asia, el planeta da muestras del proceder congregacional por gran parte de su territorio. Curiosamente, no nos extraña en absoluto ver que algunas celebridades, años después de abandonar (o no haber pasado nunca por) confesiones religiosas occidentales, abrazan entusiasmados credos, dinámicas o costumbres orientales con fuerte fundamentación monacal.

Lejos de sentir el más mínimo impulso de aproximación a formar parte de comunidad alguna (ni ideológica, ni religiosa, ni futbolística… ¡ni de vecinos!), sí reconozco que el fenómeno del monacato me ha despertado siempre cierta curiosidad e incluso, de alguna manera, hasta una extraña simpatía. Disfruté de joven con la lectura del “Nombre de la Rosa”. He peregrinado (y escrito sobre ello) siguiendo, de alguna manera, la pista del Beato de Liébana. Disfruto visitando monasterios (como los del Penedés) o las ruinas de algunos de ellos. No es que este sea un tema que ande yo buscando, pero, cuando lo encuentro cerca, si tiene algo que aportar (histórico, cultural, artístico, etc.) me aproximo a él. Es lo que me acaba de pasar con unas lecturas recientes. La culpa la tiene ELBA. No la isla, sino la editorial, la cual creo, sí que hace honor a la isla con su nombre. La responsable de esta editorial es una esbelta mujer mediterránea de mi generación. Ama las islas de ese mar, así como su cultura y el poder perderse nadando en sus aguas. Lo sé porque la conozco. Hemos hablado alguna vez y hemos intercambiado correspondencia a la antigua usanza. Electrónicamente, pero con generosidad, amplitud y fundamento. Por eso sé que se trata de una mujer muy culta que, además de ser feliz paseando dentro de cualquier bosque de hayas, ha apostado por una línea editorial divergente que incluye ensayos sobre arte, jardines, escritores que viajan, etc.

Uno de sus títulos más recientes es “Sabiduría monástica”, de Hugh Feiss (un monje benedictino actual). El autor, profesor, traductor y estudioso del asunto monástico, además de ejercerlo, trata en su ensayo de mostrar al lector, sea este creyente o no, el significado del monacato. Lo hace a través de algunas explicaciones suyas, y ordenando múltiples citas ajenas, ubicándolas en los diferentes capítulos en los que él va organizando el conjunto. Lo bueno es que el origen de las citas abarca un amplio espectro de autorías que van desde el cristianismo más primitivo hasta el presente más actual. No es un libro especialmente ameno, ni tan cercano al laicismo como el autor sugiere, pero, además de ilustrativo sobre ese mundo tan ajeno a la mayoría de nosotros, ofrece bastantes reflexiones francamente interesantes. A continuación, voy a incorporar algunos ejemplos ordenados cronológicamente, pero en sentido inverso, los más antiguos al final.

«El derroche no es una virtud benedictina. La obsolescencia programada no es un objetivo benedictino. Usar y tirar no es una cualidad benedictina. Un alma benedictina es un alma que cuida de las cosas […] y “trata todos los útiles y bienes del monasterio como si fueran vasos sagrados del altar”». Sor Joan Chittister (1936), monja benedictina estadounidense, escritora, activista social y periodista. Aquí hace referencia directa a la Regla de San Benito.

«Vivir en comunión, en genuino diálogo con los demás, es absolutamente necesario si el hombre ha de seguir siendo humano. Pero vivir en medio de los demás, sin compartir nada con ellos aparte del ruido común y la distracción general, aísla a un hombre de la peor manera, lo separa de la realidad de forma casi indolora».

«El sentido del desapego monástico – que exige un auténtico sacrificio – es sencillamente que el monje quede sin cargas, con libertad de movimientos, en posesión de sus sentidos espirituales y de su sano juicio, capaz de vivir una vida carismática con libertad de espíritu».

«La necesidad de una cierta distancia respecto al mundo no hace que el monje ame menos el mundo. Ni tampoco significa que no tenga contacto con el mundo exterior. Desde luego, la comunidad monástica tiene el derecho y el deber de crear cierta soledad para los monjes: no es pecado vivir una vida silenciosa. Pero al mismo tiempo la comunidad monástica debe a los demás la posibilidad de participar en esa calma y esa soledad».

«[Hablando de su afinidad con Albert Camus, Merton dice que le resulta fácil adoptar el punto de vista del escritor:] el de un hombre que ama el mundo, pero a la vez se mantiene alejado de él, dotado de una objetividad crítica que se niega a implicarse en sus modas transitorias y sus absurdidades más obvias».

Las cuatro citas anteriores son de Thomas Merton (1915-1968). Merton fue el principal escritor monástico del siglo XX. Las cuatro citas tienen que ver con el retiro en el sentido de búsqueda de espacio personal o comunitario reducido, en el que poder pensar huyendo de distracciones, especialmente las de corto alcance humanístico. Como nos sugiere, nada de ello permite ni justifica eludir la preocupación por el mundo y la humanidad.

«[Quedarse tranquilamente en el cuarto de uno] no está entre los placeres que encuentro empalagosos una vez se alcanzan, aunque fueran deseables antes de ser poseídos. La habitación se percibe de dos formas, dependiendo del modo de vida de la persona que vive en ella. Para las personas carnales es un entorno hostil, mientras que para las personas espirituales es un entorno agradable. Es una cárcel para la carne y un paraíso para la mente». Pierre de Celle (1115-1183). Quién así se expresaba fue un monje francés que ejerció como abad durante gran parte de su vida. El concepto de “habitación” me parece especialmente interesante si recordamos las conocidas alusiones a la “habitación propia” de la escritora Virginia Wolf.

«Uno de los sucesores inmediatos de Pacomio formuló un principio que es aplicable en la mayoría de los contextos eclesiásticos: si alguien desea el poder, probablemente a esa persona no hay que darle autoridad». Hugh Feiss, refiriéndose a Pacomio (292-346), un hombre que primero fue anacoreta en Egipto, y más tarde desarrolló una gran actividad como fundador y gestor de monasterios. Personalmente voy más allá a la hora de pensar sobre esta cita, pues considero que hay otros contextos, especialmente el político, en los que la sentencia sería tanto o más aplicable por el bien de todos.

«Abba Antonio dijo que venía un tiempo en que los hombres enloquecerían, un tiempo en que, si veían a alguien que no estuviera loco, lo atacarían y le dirían: “Estás loco porque no eres como nosotros”». Antonio (251-356), Dichos. La vida de Antonio y sus sentencias provienen de tres fuentes documentales antiguas. Vivió la mayor parte de su vida en el desierto egipcio y promulgó un modelo de retiro claramente ascético. Casi dos milenios después, su frase cobra sentido como advertencia ante todo tipo de discriminación, enconamiento de ideas, tiranía de las modas, incomprensión de otros estilos de vida, etc.

Tanto o más educativo y, desde luego, mucho más ameno y entretenido me ha resultado la lectura de “Un tiempo para callar”, de Patrick Leigh Fermor. Curiosamente, tengo entendido que uno de los primeros títulos publicados por ELBA. El autor es un escritor de lo más recomendable, de esos que integran contenido y continente de forma magistral. El libro, que es breve, se ve ligeramente expandido con un prólogo que merece mucho la pena, escrito por su traductora Dolores Payás. El autor explica su experiencia en tres estancias y una visita a varios monasterios bastante diferentes entre sí: dos benedictinos, otro en el que se seguía la regla de la Estricta Observancia de la Gran Trapa, y una vista casi turística a los antiguos monasterios abandonados de Capadocia. Sin ser religioso, Fermor no sólo elige voluntariamente estas permanencias temporales con los monjes, sino que además demuestra un gran interés por su modo de vida, la historia de cada monasterio y un profundo respeto hacia la opción elegida por sus protagonistas. También propongo algunos extractos de su texto. Son amplios, pero creo que merecen la pena, no sólo por lo que contienen de modo directo, sino por la verdadera empatía y reconocimiento que el escritor (no creyente) demuestra en ellos.

«Mis primeros sentimientos en el monasterio cambiaron: dejé de sentirme rodeado por una sensación de muerte inminente, aprisionado por error en una catacumba. Creo que el cambio debió acontecer después de unos cuatro días. La impresión de abandono persistió aún un tiempo; son los sentimientos de soledad y apatía que acompañan siempre la transición de los excesos urbanos a una vida de rústica soledad. Aquí, en la abadía, en un entorno totalmente extraño, este deprimente paso fronterizo se extendía y magnificaba. Uno tiende a asumir la idea de una vida monástica como un fenómeno que siempre ha existido, para apartarlo luego de la mente sin posterior análisis o comentarios; sólo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que llevamos. Los dos modos de vida no tienen una sola característica común; y los pensamientos, ambiciones, sonidos, luz, tiempo y humor que envuelven a los habitantes del claustro no sólo son distintos a todo a lo que uno está habituado sino que, curiosamente, parecen su opuesto exacto. El periodo de tiempo durante el cual los parámetros normales se van desvaneciendo y el mundo extraño y nuevo se convierte en realidad es lento y, al principio, agudamente doloroso».

«Después de un postulado de fe, sin el cual la vida de un monje sería una farsa intolerable, el factor dominante de la existencia monástica es la creencia en la necesidad y la eficacia de la plegaria; y no se pueden comprender las bases del monacato sin antes captar la relevancia que este principio – tan claramente alejado de cualquier tendencia del pensamiento moderno secular – tiene para los monjes que lo practican. Esto resulta aún más cierto en las órdenes contemplativas, como los benedictinos, cartujos, carmelitas, cistercienses, camaldulenses y silvestrinos; pues las otras – franciscanos, dominicos o jesuitas – son hermandades organizadas para la acción. Viajan, enseñan, predican, convierten, gestionan, hacen planes, consuelan y atienden; y los resultados concretos que obtienen los convierten, si no en automáticamente admirables, al menos en comprensibles para el espíritu moderno. Consiguen resultados, cumplen con lo prometido. Pero (pregunta el espíritu moderno), ¿qué bien hacen los otros, enclaustrados en monasterios lejos de todo contacto con el mundo? Si la verdad del cristianismo y la eficacia de la plegaria se descartan por falta de fundamento, entonces la respuesta es: no más que cualquier ser humano bondadoso, que no signifique (porque se basta a sí mismo) una carga económica para la sociedad, no dañe a nadie y respete a su prójimo. Pero si se admitieran los dos principios antes expuestos – y muy en particular el último, pues se relaciona directamente con este asunto -, entonces su poder para hacer el bien es incalculable».

«Sus valores han permanecido inalterables mientras que los del mundo han pasado por cambios caleidoscópicos. Resulta curioso escuchar las exclamaciones de escarnio dirigidas a la vida monástica en las voces de aquellos que, desde el mundo exterior, se metamorfosean año tras año. No importa cuáles sean las opiniones que uno tenga respecto a la verdad o falacia de la religión cristiana, ¡cuán superficiales resultan estas acusaciones de hipocresía, pereza, egoísmo y evasión! La vida de los monjes transcurre en el esfuerzo y en un estado de pura y ardiente convicción para los cuales jamás hay reposo; y después de todo, ningún hombre vivo está en posición de asegurar si sus hipótesis son verdaderas o falsas. Han abjurado de los placeres y gratificaciones de un mundo cuyos valores consideran irrisorios y sólo ellos, como comunidad, se han enfrentado al aterrador problema de la eternidad, abandonando todo lo demás para ayudar a sus congéneres y a sí mismos a reunirse con ella».

«El secreto de la vida monástica, esa completa abdicación personal y encumbramiento de la voluntad de Dios que resuelve todos los problemas y conflictos y transforma una vida de agudos padecimientos externos en otra de paz y alegría, es algo que muy pocos ajenos al claustro pueden comprender de una forma completa».

«Después de haber descrito, casi como un escéptico abogado del diablo, mucho de lo malo que hubo en los periodos de declive monástico, me resulta grato contemplar este moderno riachuelo que proviene del antiguo río monástico; un afluente muy cercano en espíritu a la cristalina nitidez de sus primeros logros y que el monacato occidental, tras un largo y tortuoso trayecto lleno de bancos de arena, torrentes y remolinos, ha recuperado en todas partes».

«[Refiriéndose a San Basilio (siglo IV)]. Hay un sentimiento de humanidad y simplicidad en sus escritos, una ausencia de fanatismo que parece soplar como un viento amable desde esas tierras de olivo, tamarindo y lentisco; agita suavemente la superficie de la mente para luego dejarla silenciosa y en calma. Y mientras la luz del día se desvanece en estos nórdicos campos de heno, es una bendición similar, una antigua sabiduría que exorciza la memoria de tantos siglos de conflictos y derramamientos de sangre, la que trae su mensaje de tranquilidad para acallar la mente y recomponer el espíritu».

El azar quiso que entre la lectura del libro de Feiss y la del de Fermor me enterase de la existencia de una exposición temporal de pintura en la ciudad. Se trataba de una muestra monográfica sobre retratos y escenas monásticas. El pintor, Indalecio Sobrino, había pasado, al igual que el anterior escritor, algunos periodos de tiempo en un monasterio, estudiando la vida y costumbres de los monjes y, sobre todo, la luz de sus escenarios cotidianos. El resultado es magnífico. El artista lleva una larga carrera pintando personas. Actores de cine, toreros, músicos, gente de la calle y ballets. No parece pues descabellado que también él sintiera esta llamada de curiosidad e interés de la que venimos hablando y de la que las citas de Patrick Leigh Fermor han dejado tan evidente muestra. Ahora sí que es tiempo para callar y… contemplar.

Lamentablemente la iluminación de la sala y la disposición de algunos de los lienzos dificultaban mucho su captación con el teléfono móvil. Estas fotos están muy lejos de la calidad de los cuadros.

Esta obra era espectacular, pero con la cámara costaba evitar los reflejos.

 

Momento del “ora”. Difícil de captar su nitidez, cada rostro era un magnífico retrato.

Tiempo para el “labora”.

Este cuadro lo incluyo como homenaje personal a ELBA. Durante siglos los monasterios han sido conservadores y promotores del libro, los códices, etc.
 

Tras tan larga digresión monástica, es momento de regresar a la bebida. Históricamente, ya en tierras escocesas, el primer documento escrito en el que se tiene constancia de la elaboración de whisky dice algo así como «Para el Hermano John Cor, por orden del Rey, para hacer aqua vitae a partir de VIII “Bolls” (unos 24,5 kg cada uno) de malta». El monje en cuestión vivía en la Abadía Lindores, en Fife, en el siglo XV. El citado rey era Jaime IV. El documento data de 1494. Una prueba más de esa aludida relación entre los monjes como pioneros en la elaboración de whisky. Y quizá todo ello es lo que motivó la creación del whisky sobre el que, finalmente, va todo este asunto. El Ye Monks.

Se trata de un prestigioso blended que, tras décadas de ensayos, se comercializó por primera vez en Edimburgo en 1893. Las cifras de los diferentes tipos de maltas empleados en su mezcla parten de un mínimo de cuarenta en función de cada fuente. Aunque todas ellas, en la red, parecen aportaciones de información muy secundarias. La firma responsable de su producción fue Donald Fisher Ltd. Presentándolo como un tributo a los primeros destiladores, los monjes. Aparte de por su calidad, este whisky se hizo famoso por estar “embotellado” en una jarra de cerámica del color del barro cocido, aunque en algunas épocas ha sobrevivido en una versión en botella.

A mis manos llegó uno de esos canecos que, aunque abierto anteriormente (el tapón venía con sello de lacre), contenía todavía la mayor parte de su volumen llena del whisky original. Me lo regaló un miembro del Clan Pagüenzo tras habérselo encontrado en una limpieza a fondo de la antigua casa de sus padres. Por el aspecto, modelo e información de algunas de sus pegatinas, la unidad parece corresponder a la década de los años setenta. Una importación de la época. El recipiente conserva restos del lacrado protector, así como un lazo de sujeción del tapón. Viene dentro de una caja de cartón que, a pesar de haber quedado ligeramente apagada en la intensidad de sus colores, propone unos bonitos dibujos alusivos al monacato que inspira a este whisky. Como anécdota, señalar que hasta el cartón de la caja es “made in Scotland”.



 

Estamos ante la mejor versión de un “incunable” histórico del whisky escocés: la “De Luxe” del Ye Monks. Al no estar envasado en botella, su color no es detectable hasta el momento de la decantación en el vaso. Una vez servido es de difícil calificación, pero más bien oscuro. Pudiera ser entre “amontillado” y “cobre”, tal vez un poco más claro, dependerá bastante de la luz reinante en el ambiente y de carta de colores empleada.

En cuanto a su “nariz”, ofrece un aroma intenso. Llega sin necesidad de esforzarse en olfatearlo, pero no es nada agresivo, promete. Y con el sabor vemos cumplida la promesa porque es muy rico y equilibrado. Placentero. Tras el primer trago, apetece saborear por donde ha pasado. En cuanto a su final, es cálido pero nada agresivo, algo muy de agradecer. De todas formas, no demasiado duradero una vez pasado un rato.

Para escribir esto, probé el Ye Monks por segunda vez. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez, cuando me lo regalaron, y no recordaba bien sus peculiaridades, aunque sí que me había sorprendido muy gratamente. Ahora se confirmaba aquella primera impresión. De nuevo me gustó mucho. Creo que es el mejor blended que recuerdo haber probado, y me parece superior a algunos maltas. ¡Buen trabajo! Si los monjes productores de la historia han sabido lo que se hacían en cuestión de vinos, cervezas, quesos, chocolates, etc. En Donald Fisher Ltd. Se pusieron a la altura para homenajearlos.

 

jueves, 2 de febrero de 2023

¿SACRILEGIO?

En el Clan Pagüenzo bebemos whisky de malta. Sin hielo y sin agua añadida. Es lo que nos gusta, es lo que nos va. Empezamos así en el siglo pasado y así continuamos en el presente. Pero, aunque nos mantenemos fieles a nuestra costumbre, no perseguimos ni descalificamos a quienes optan por disfrutar del whisky de otras maneras. En nuestras degustaciones, esporádicamente han aparecido algunos casos muy concretos de blended. Incluso, en cierta ocasión ¡un bourbon! Pero esta parrafada pretende ir más lejos, se adentra en el conflictivo asunto de la utilización del whisky como condimento o parte de algo.

Que nadie se alarme. Soy el primero en reconocer que, cuando ha sido necesario y recomendable, he tirado de alguna botella de whisky cercana para echar un chorrito sobre un guiso, una salsa rosa, o alguna receta. Ocasionalmente porque lo consideraba apropiado y, alguna vez, por falta de coñac o brandy en casa. Eso sí, que yo recuerde, siempre fue tirando (quizás nunca mejor dicho) de alguna botella perdida de blended que, en mi casa, no se compran ni se consumen.

Más problemas de conciencia me pudo haber dado el hecho de haber tenido una botella de un malta desaparecido, a la cual, cuando apenas le quedaban dos o tres dedos de fondo, le fui añadiendo restos de otras (algunas de malta y una, en mayor proporción, de blended) hasta generar media botella de una mezcla francamente oscura. No anoté las proporciones, así que no podría repetir la “receta”. La intención, básicamente, fue una especie de “a ver qué pasa”, aprovechando que quería deshacerme de unas cuantas botellas prácticamente vacías que molestaban en un mueble. Lo sorprendente es que el whisky resultante, un blended con una proporción excepcionalmente alta de maltas, fue muy de nuestro agrado (del de mi señora y del mío). De él fuimos dando cuenta en pequeñas dosis hogareñas durante un prolongado periodo de tiempo. Al cabo de muchos meses, la botella se acabó de vaciar y no hemos repetido el experimento. Y mucho tiempo después hemos descubierto que algunas marcas de blenders es a lo que se dedican.

Las tartas me gustan. Unas mucho, otras menos y algunas muy poco. Si alguna es especialmente famosa por su relación con nuestro querido licor es la tarta al whisky. Dependiendo de quién y cómo la prepare, me puede llegar a gustar bastante, aunque ni de lejos es de mis favoritas. Menos aún me atraen los denominados bizcochos borrachos, esos que suelen empaparse en licores. Y, en esa línea de actuación culinaria, siempre hui de los bombones de licor. Tanto en el pasado, cuando vivía con mis padres, como hasta hace poco, cuando mis hijos permanecían en nuestra casa, si aparecía alguna caja de bombones por ahí, estos se iban consumiendo progresivamente hasta que quedaban unos pocos. Siempre los mismos, esos que aparecen enfundados en papelitos de tonos brillantes y metálicos. Los de licor, los cuales, por cierto, solían acabar en la basura.

Sin embargo, unas Navidades forzaron un cambio en mi actitud ante bombones protegidos por brillantes envolturas. Un día de Reyes recibí un regalo un tanto especial en casa de mi ahijado. Era una caja de bombones de whisky. ¡Mejor aún! Bombones rellenos de whisky de malta. Todos ellos single malt. Todos conocidos y con varios bombones de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. La caja tenía su interés. Para empezar, los bombones estaban ordenados por “fuerza, potencia”, o lo que ustedes quieran imaginar, del whisky que llevaban dentro. Desde el más suave hasta el más poderoso. Por otro lado, cada bombón tenía forma de botella de whisky, con una vitola en miniatura que replicaba la del whisky con el que había sido rellenado. También había unas instrucciones de consumo. Retirado el envoltorio, había que invertir la posición de la “botella” de chocolate, de modo que el cuello apuntara hacia abajo. Entonces, un leve mordisco en el fondo de la supuesta botellita permitía probar el chocolate, dejando que el resto del bombón desempeñara la función de diminuta copa. Acto seguido, llegaba el momento de beberse el whisky (una porción francamente mínima), para acabar mezclándolo en boca con el resto del chocolate. Un juego gastronómico interesante.


El efecto, realmente, está bastante alejado de tener la sensación de estar bebiendo whisky. La porción es tan pequeña y parece ser tan capaz de disolver el chocolate que uno no tiene la sensación de estar bebiendo ninguno de los whiskys señalados. Sí de evocarlos tímidamente, pero no de “palparlos” del todo. Tengo que reconocer que el efecto final de mezcla del chocolate con el whisky en la boca sí que resultaba agradable y diferente. Me gustó, aunque no sustituye o propone nada que se parezca a tomarse una copita de licor. Es un placer distinto, más de vocación golosa que de bebida. Dentro de la gama de bombones dispuesta en la caja, sin duda, los dos más fuertes eran los que se acercaban más a las reminiscencias de un diminuto trago de whisky. En los primeros el efecto bombón de chocolate superaba de largo al de “drop of single malt”.

El estuche traía 30 unidades. Seis “botellitas” de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. Una buena selección, de eso que no quepa ninguna duda: The Singleton 12 años, Dalwhinnie 15 años, Oban 14 años, Talisker 10 años y Lagavulin 16 años. La mayoría de ellos son excelentes exponentes dentro de su gama de intensidad. Algunos de ellos se encuentran entre mis favoritos. El regalo fue muy apreciado por mi parte por varias razones. Para empezar por el gesto en sí, haber pensado en regalarme algo y haberse tomado la molestia de “personalizar” la intención imaginando y localizando algo que tuviera mucho que ver con alguna de mis aficiones, ya es un gran detalle. Además, los bombones en sí fueron un interesante deleite. Muy agradables, una forma diferente de recordar los whiskys. Manera alejada de lo que supone un trago, pero suficientemente evocadora. El regalo ha durado mucho, no era cuestión de atiborrarse. Me ha permitido disfrutarlo en compañía e incluso, alguna vez, darme un capricho privado.



Cambiamos de tercio para finalizar con esta aproximación a los usos menos “nobles” del whisky. Toca penetrar, ligeramente, en el escabroso mundo de los combinados. Apenas bebo conbinados. El gin-tonic, que me suele gustar si va poco cargado, lo abandoné casi por completo porque me quita el sueño. La caipiriña y algún otro cóctel tropical me agradan bastante, pero ni los preparo, ni salgo tanto por ahí como para pedirlos. Y el whisky, ya lo he declarado muchas veces, lo bebo sin hielo y sin agua. Sin embargo, recientemente me tomé un espectacular combinado fundamentado en bourbon, aunque debería haber sido whisky de malta. Lo de menos de la anécdota fue el licor de base del combinado, ahí va la historia.

Estábamos en Madrid, en las inmediaciones de la Glorieta de Bilbao, concretamente, un poco al sureste. Nuestros anfitriones nos quisieron sorprender con la visita a un bar “clandestino”. La clandestinidad no es que fuera oficial (seguro que no, pues el bar se anuncia en Internet) sino teatralmente simulada, cuestión que no le quita cierto encanto al asunto. Hay dos modos de verlo. Desde una perspectiva romántica, el cliente informado se acerca a la zona y, cuando ve que el dependiente de un negocio tapadera que hay allí está desocupado, se aproxima discretamente, da la contraseña y el mozo, también discretamente, abre una puerta que es una pared falsa y le permite entrar. El interior es un auténtico pub de estilo escocés elegante y decadente (en Escocia muchos otros pubs son vetustos y decadentes, pero en versiones más proletarias, pescadoras o rurales que elegantes) montado sobre una antigua librería. ¡Una delicia! Hay una barra que no atiende, y un servicio de camareros que se encarga de servir por los diferentes sofás, sillones y rincones que hay repartidos por el doble espacio en el que queda configurada la librería-pub.

Desde un punto de vista más escéptico y nada lúdico, estamos ante un pub decorado con mucho gusto pero que no deja de ser un “decorado” adquirido y montado en una ciudad que le es ajena, aunque eso sí, con parte importante de la librería auténtica. En cuanto a la entrada, el “soplo” en realidad es una reserva previa, lo cual implica planificación de la noche (algo que, me cuentan, cada vez parece ser más necesario en la capital, haciendo complicado sorprender en potenciales “lances de fortuna nocturna”) y mucha formalidad. De hecho, el cliente se instala en mesitas o asientos ya previstos y asignados en función de la reserva, la cual también incluye una franja horaria determinada de la que no puede excederse. En resumen, un negocio muy bien pensado, envuelto en una teatralización exquisita.

Puestos a ello, en lo que a nosotros respecta, optamos por disfrutar y aferrarnos al primer punto de vista: el romántico y juguetón. Nos colocaron en una esquina con mesita y un par de sillones orejeros de cuero, frente a nuestras acompañantes, que optaron por un sofá de dos plazas holgadas. El servicio nos presentó una apetecible carta de combinados alcohólicos y allí cada cual se tomó su tiempo para elegir aquel que le resultara más sugerente, apetecible o atrevido. Yo lo tuve fácil, me pedí un Walter Scott, “literario y escocés”.

Llegaron las copas y el momento fue francamente esperanzador. La presentación de mi combinado era espectacular. Una bebida de aspecto tenebroso, servida en vaso ancho y recio, algo tallado, con pocos adornos, pero, eso sí, con buenos bloques de cristalino y duradero hielo, y una densa niebla evaporándose constantemente desde la superficie. Una niebla que se mantuvo activa, cual fumarola volcánica, durante muchos minutos. La bebida estaba bastante rica inicialmente, se apreciaba (ya es casualidad tras lo explicado anteriormente) que su base de whisky (en este caso whiskey americano) se fusionaba con ligeros toques de chocolate o cacao. Esto último es un detalle que acabó diluyéndose con el paso del tiempo. En conjunto agradable. Sin embargo, aquella no era la primera vez que uno de nuestros acompañantes acudía al lugar y tomaba la misma bebida, y fue él quien me dijo que la vez anterior le había gustado mucho más. Nada que ver, el “brebaje” previo había sido superior y el actual no merecía tal calificativo. Interrogados un par de camareros sobre el asunto nos confesaron, no sin algunas reticencias, que anteriormente utilizaban Laphroaig como base y que, entonces, lo habían sustituido por bourbon. Modestamente, creo que puedo imaginar el cambio. El dulzor alcohólico del bourbon probablemente habría hecho perder contraste con el del resto de ingredientes, algo que la carga iodada, marina y parcialmente ahumada del Laphroaig, seguramente, habría evitado, mejorando el resultado.

La estética del pub y de sus copas es estupenda. Un lugar acogedor, agradable y con estilo. La propuesta, que casi podríamos calificar de “narrativa” o dramatización inicial, también resulta sugerente. Sin embargo, hay un retrogusto mercantil en todo el asunto que no acabó de convencerme y que me dejó cierto mal sabor de boca. La persona de la recepción y de la falsa puerta no se metió del todo en su papel. Se mostró tan distante que de inmediato nos recordó a uno de esos porteros de “discoteca” nada amables. La música estaba demasiado alta como para mantener una buena conversación grupal con comodidad. Ascendió de repente y la bajaron algo cuando lo pedimos por favor, pero aun así molestaba para conversar, algo que no tiene lógica ambiental en un espacio que pretende ser un salón confortable a la antigua. ¿Acaso el dificultar la charla puede provocar el efecto secundario de que la gente se entretenga bebiendo más rápido y, por tanto, pidiendo nuevas rondas? Otro detalle poco acogedor fue que, aun conocedores previamente de la franja de tiempo a la que tenía derecho nuestra reserva (de nuevo la visión comercial está ahí, aunque en este caso la llego a entender para evitar el efecto “gente que pasa una tarde entera en una cafetería cómoda y caldeada consumiendo un único café”), sufrimos una reiterada, cargante y casi hasta invasiva intervención del servicio insistiendo para ver si nos animábamos a pedir otra ronda. Me cuentan que el estilo pionero del local no mostraba tan descaradamente su vocación de negocio, que cumplía mejor el papel que lo hace atractivo. Quizá el cambio pueda haberse debido a la cuestión de los números. Y puede que la sustitución de un malta de Islay con carácter por un menos meritorio bourbon, también se haya originado por una causa similar. En todo caso, una lástima, porque la idea y el gusto propuestos inicialmente convertían al bar en un fantástico oasis urbano de lujo nocturno.

Acabados los bombones, fiel a mi poco hábito de salir por las noches y a mi preferencia por las bebidas “puras”, no siento nostalgia del empleo del whisky para generar combinaciones. De vez en cuando, cuando me apetece o tengo una visita agradable, vierto algún whisky de malta en los vasos y disfruto de la velada sin urgencias. Sin amenazas de control de carreteras y sin altavoces o pantallas que distraigan mi atención de aquello que tengo entre manos: las personas y mi whisky.