miércoles, 30 de diciembre de 2020

KNOCKANDO 12 años.

Probé por primera vez este whisky en la degustación con la que iniciamos el Clan Pagüenzo. Aquello fue en 1994. Hace pues, mucho tiempo. Tanto, que no sabía qué contestar respecto a él si alguien me preguntaba. Bueno sí, con calidad suficiente porque de lo contrario me acordaría (de los excepcionales y de los malos uno siempre se suele acordar). Ahora he buscado por los archivos y he encontrado este escueto comentario: “De carácter intermedio. Polivalente, para varias ocasiones”. Mucha información en pocas palabras. Viene a decir que se trataba de un malta de carácter mesurado. Ni de aquellos tan suaves que encuentran fácil acomodo como aperitivos sin necesidad de echar hielo al vaso, ni de los potentes licores que se prestan a ser despachados con calma, lentamente, en tragos pequeños, bien acomodado sobre un sillón, quizás disfrutando del crepitar de una chimenea y con un ambiente exterior invernal. Un whisky que cumple en casi todas las ocasiones que se le pueden suponer a un buen malta. Pero claro, de aquello ya hacía ¡27 años! Y aunque quizás por en medio se me cruzara algún que otro trago de Knockando, no soy muy consciente de ello, por lo que esta oportunidad de “recata” ha sido bienvenida.

Estamos ante un “Single Malt Scotch Whisky” del Speyside. Un ejemplar que conserva una apariencia externa de caja y botella que apenas ha variado en las últimas décadas. Tiene la reputación y el reconocimiento suficiente como para no hacerlo. No parece que ande por ahí pretendiendo seducir a nuevos potenciales yacimientos de clientes. Se ve que se fía de su trayectoria.



Empezaré por esto del difícil asunto del color… Aunque no lo parezca, quizás tan difícil como todo lo demás, que eso sí que es complicado. Y es que lo de valorar el color parece sencillo (con una carta de colores en la mano), pero la cosa se complica en función de la luz (que en cualquier caso mejor si es natural), de dónde venga ésta y sobre qué fondo se proyecte. Y para colmo, no es lo mismo contemplar el precioso líquido guarecido en su botella (aunque esta sea transparente) que en un vaso poco lleno. Total, que uno se pone a comparar un líquido y un cartón, y se decanta por un sector de la gama, y luego por otro, y vuelve al anterior, y no se decide... hasta que resuelve que ya va siendo hora de probar el whisky. Y en este caso, dejé el asunto zanjado en un “Oro brillante” que corresponde a un seis, en una escala cromática que va del 1 al 16, desde la palidez a la oscuridad (en tonalidades de whisky).

En cuanto al aroma, lo encontré bastante suave. Me atrevo a señalar que tímido. Nada agresivo. Poco abierto a encontrar muchos matices, salvo que tu nariz sea de las profesionales o de esas especialmente privilegiadas y sensibles para este tipo de ensayos, lo cual no es mi caso. De todas formas, un aroma francamente agradable. El whisky está libre de amenazas alcohólicas y se hace apetecible casi para cualquier ocasión.

Llegado el momento de probarlo, me resultó bastante dulzón (en sentido positivo) y muy rico de entrada. Generando ganas de repetir trago para jugar a descifrar matices. Aunque pronto se da uno cuenta de que no por mucho repetir se descubren novedades. Esto último no ha de tomarse como un chasco, pues el whisky resulta bastante redondo, en el sentido de equilibrado, completo, sin carencias. Presenta cierta sensación oleaginosa (suelen llamarle untuosa), y se hace muy amargo si te bañas con él toda la boca, recordando, en cierto modo, a alguna cerveza del tipo IPA, que tan de moda se han ido poniendo últimamente. Definitivamente, podemos considerarlo como un whisky sencillo, lo cual no es mala noticia.

Su final, esa especie de permanencia que todo whisky suele dejar una vez bebido, es tirando a largo (¡bien! Es algo que personalmente suelo valorar), pero en un modo muy suave o tenue, característica que también tiene su encanto para determinados momentos. Y suficientemente cálido. De ahí que acabe resultando tan “intermedio o polivalente”.

Tirando a bajo de potencia y nada ahumado, en un primer momento aparenta ser bastante “fácil” de beber. Sin embargo, en mi caso, resulta ideal para un único vaso. Esta es una apreciación que no es fácil de explicar. Sin embargo, es algo que he sentido en las diferentes y separadas ocasiones en las que he probado el whisky de cara a escribir esto: me encanta en los primeros tragos, pero no me apetece seguir bebiéndolo tras unos pocos. Una especie de buen whisky para tomarse “un whisky”, aunque no lo elegiría para tomarme “unos whiskies” en una larga velada. Seguro que los buenos aficionados entenderán lo que trato de explicar y sabrán darle el valor que merece el Knockando, que no es poco.

Knockando es el principal proveedor de whisky de malta para J&B. La destilería se encuentra en una boscosa orilla del río Spey. El nombre quiere decir algo así como pequeña colina negra. En el complejo vivían los hermanos Grant, quienes, según se comenta, inspiraron a Charles Dickens para caracterizar a los hermanos Cheeryble en su novela “Las aventuras de Nicholas Nickleby”. La destilería fue construida en 1898, algo tarde si lo comparamos con los complejos de la mayoría de los grandes productores. Sin embargo, desde una temprana venta en 1904, Knockando ha permanecido en las mismas manos. La destilería está parcialmente rodeada por un pequeño pueblo que fue fundado como hogar para sus trabajadores. He leído por ahí que fue la primera destilería en contar con suministro eléctrico. Años después, también disfrutó de línea de ferrocarril. Celosos y seguros de su calidad, es muy raro encontrarlo embotellado en manos independientes. El whisky sirve para producir blendeds de las marcas propias de la empresa madre de la que forma parte, o como whisky de malta propio. Hasta hace pocos años no determinaban su edad, embotellaban el destilado (y sin colorearlo con “caramelo” añadido) cuando consideraban que estaba en su punto de maduración. A cambio, en la botella aparecía, claramente expuesta, la fecha de destilación. Pero ese proceder ha cambiado recientemente, ya no mantienen la costumbre, como en el caso del 12 años que me ha servido de recuerdo en esta ocasión.

La famosa guía Jackson, al menos hace algunos años, daba, a diferentes ejemplares de distintas añadas, puntuaciones de entre 75 y 79 puntos sobre 100. Lo cual está bastante bien. Por lo general, las guías publicadas lo consideran como un malta ligero y nada ahumado, algo con lo que coincido. Sin duda agradable y cumplidor y, probablemente, una buena opción con la que iniciar a los amigos en el maravilloso mundo del whisky de malta.

"Knockando".

 

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

XXVII DEGUSTACIÓN (2020)

El año está siendo muy malo. Formalmente desde que se decretó el estado de emergencia a mediados de marzo, aunque, de modo sabido, pero irresponsablemente no reconocido por nuestros gobernantes, desde, incluso, uno o dos meses antes. En definitiva, todo el año. Con contagios, muertes, ruinas económicas, gestión improvisada a causa de la gran falta de conocimiento (científico, experimental, estadístico, etc.). Y por si fuera poco, con un incongruente fluctuar de medidas y restricciones, muchas veces basadas en suposiciones, caprichos de autoridad e interpretaciones subjetivas de la realidad viral, y de lo que algunas personas con mando opinan, imaginan, predicen… que va a ser el comportamiento de la gente. En fin, dejémoslo. El panorama no invitaba a que nuestra degustación anual fuera a celebrarse. Pero el impulso de la tradición y las ganas han sido suficientes para motivarnos a organizarlo, sea como sea.

El criterio básico estaba claro y era doble. Por un lado, ser lo más afines posible a nuestro habitual proceder, a nuestras señas de identidad más arraigadas. Por el otro, máxima responsabilidad cívica, es decir, cumplir con la normativa sanitaria vigente, tuviera ésta o no (que las tenía) más o menos incongruencias y detalles absurdos o inconsistentes. Así pues, la primera idea fue plantear una degustación presencial a tres bandas, con tres puntos de reunión paralelos, comunicados entre sí por vía telemática. Uno en Santander, otro en Madrid y otro en Campoo. De esa manera, primero con un tope máximo de 10 asistentes por sede, más tarde rebajado a 6, podríamos celebrarlo. Sin embargo, las restricciones fueron mermando más y más la libertad de acción ciudadana, limitando las reuniones de no convivientes e imponiendo un toque de queda nocturno con inicio a las 10 de la noche.

Ante tal panorama, únicamente nos quedaba la opción virtual: cada pareja, participante o participantes muy “allegados” en su casa, y todos interactuando por medio de una aplicación de comunicación de video llamada colectiva. Pero claro, eso no supondría ser algo muy diferente de cualquier otra reunión familiar o de trabajo, que en tal formato tanto han ido proliferando en la vida corriente de la mayoría de nosotros. Para lograr que la degustación fuera realmente especial había que idear algo más. Y la solución vino de la mano de una idea que suele triunfar en los “digitalmente tecnológicos” tiempos que corren: lograr integrar lo virtual con algo puramente “analógico”. Algo que, en nuestro caso, resultaba evidente… ¡el whisky!.

Así pues, todo se puso en marcha. Se estableció una fecha. Un sábado a las 10 de la noche, eso sí, ya cenados, pues no era cuestión de ponerse a comer “en pantalla”. La respuesta a la convocatoria fue máxima, la totalidad de los participantes habituales (22) ya que, en este extraordinario formato, ni la distancia física, ni las agendas personales suponían problema para nadie. De hecho, técnicamente, la mayoría íbamos a participar en un evento que se iniciaría a la misma hora que el toque de queda nocturno. Pero no incurriendo en ilegalidad alguna, ya que lo haríamos sin salir de casa. La parte de implementación tecnológica se fue dejando para el final. Lo primero era el proceso “analógico”. Para empezar, una buena y rápida selección, compra y recepción de whiskies en el mercado de Internet. Segundo, un laborioso trasiego de licor, repartiéndolo en un lote de botellitas, de manera que quedaran completos tantos lotes como parejas había apuntadas al evento. Tercero, un reparto de cada “kit” de tres botellitas etiquetadas, entregado a cada “sede”.


Los whiskies prometían mucho. Se trataba de ejemplares de reconocido prestigio:

  • Bowmore 12 años. Un clásico Single Malt de Islay.
  • Bunnahabhain Stiùireadair. Otro Single Malt de Islay.
  • Mortach 12 años. Un Clásico y prestigioso Single Malt del Speyside, de Dufftown para más señas.

Tras alguna “pelea” previa con un software que aquella noche no se mostraba muy colaborador, y al que hubo que engañar dando “un rodeo”, comenzó la reunión con la progresiva incorporación virtual de las parejas o individuos asistentes. Al principio con los típicos saludos formales y cariñosos, hasta que la masa crítica de conexiones fue tal que aquello empezó a convertirse en una especie de gallinero electro-acústico. Así pues llegó el momento de iniciar formalmente el acto.

Tras la correspondiente introducción del presidente, se pasó a un turno de intervenciones de saludo, bienvenida o encuentro, desde cada uno de los puntos de conexión: Santander (varios), San Cibrián, Ribamontán al Mar (varios), Astillero, Madrid y Buenos Aires. Fue agradable y reconfortante poder reunirnos y comprobar que tanto nuestra salud como el buen humor seguían intactos en todos los casos.

Lo siguiente fue proceder a la cata que, en esta singular ocasión, resultó más técnica y formal que nunca. Para ello se había preparado una presentación interactiva que ocupó la pantalla de los ordenadores, en la que se veían pasos de valoración de diferentes aspectos del whisky, mientras cada persona podía participar aportando su evaluación personal por medio de su teléfono móvil. Gracias a ese procedimiento, en tiempo real, cada whisky iba siendo valorado en aspectos que iban desde el color, a sus matices aromáticos, de paladar y de profundidad, mientras todos podíamos ir comprobando el resultado colectivo de nuestras aportaciones.

Ejemplo.

El procedimiento descrito se fue realizando con cada uno de los tres whiskies elegidos, aunque sin prisa, pues una vez emitido el juicio sobre cada uno de ellos, volvíamos todos al modo pantalla de reunión, para disfrutar de él, charlando amigablemente.

Los tres whiskies gustaron mucho. Ya daremos cuenta de ello en esta web en el futuro, uno a uno, aunque ahora podemos comentar algunos pequeños detalles de interés relacionados con la reunión. El Bowmore era una repetición. Aunque es raro que repitamos whisky en nuestras degustaciones, haber probado ya bastantes más de 100 ejemplares dificulta cada vez más el no hacerlo. Por eso, de vez en cuando y con la correspondiente justificación, nos permitimos el hacerlo. En este caso fue un acierto porque quedó demostrado que este whisky ratificaba ¡25 años después! Nuestra aceptación y entusiasmo cuando lo probamos por primera vez.

Bunnahabhain ya habíamos probado uno anteriormente. También muy bien valorado. Pero en esta ocasión se ha tratado de una versión diferente. Sin añada declarada y de elaboración más contemporánea, siguiendo un proceder al que se han arrimado gran parte de las destilerías de malta, quizá presionados por el mercado, en forma de demanda de novedades y cierta prisa de producción. En cualquier caso, hay que admitirlo, el resultado es francamente bueno, estando a la altura de la calidad habitual de esta destilería. Los galardones que acompañan al producto, en esta ocasión, no engañan.

También habíamos tomado un Mortach en alguna celebración precedente. ¡Un 16 años, nada menos!. Y el 12 de esta vez no nos defraudó en absoluto. Nos encantó, convirtiéndose, de hecho, en el mayor triunfador de la velada.

 

La fiesta se mantuvo un rato con conversación libre y desenfadada. Cada “punto de emisión” mostró al resto el o los whiskies elegidos para disfrutar de la fase final de la velada. Hay que señalar que hubo gran y apetecible variedad. La noche se despidió con un turno final de despedidas muy entrañable, que sirvió para comprobar lo acertado del formato de celebración, así como el éxito moral, histórico, licorero y emocional de la degustación. Haberla celebrado ha resultado un gran espaldarazo para la continuidad del Clan, sirviendo para unirnos más aún y ratificando nuestra ya larga trayectoria.

 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

ANFITRIONES (The Glenrothes, 12 años).

Me gustan las Navidades. Y no me da ninguna vergüenza admitirlo. Seguramente me gustan porque disfruto de una familia muy amplia y muy bien avenida. Amplia en todos los sentidos: de la que provengo (realmente numerosa), con la que me emparenté al casarme (más numerosa aún) y la que he ayudado a crear (numerosa en el sentido actual del término, que ya no lo es tanto como antiguamente). Y con tanta gente y un ambiente siempre cordial, agradable y cariñoso, pues las fiestas resultan muy agradables, lo cual ayuda a que todos nos impliquemos a la hora de mantener vivas las tradiciones familiares, conscientes de que nos han llegado de lejos, nos han aportado muchos buenos momentos durante toda nuestra vida, y queremos legar ese “regalo” a nuestros descendientes. Así que lo siento por todos esos “haters” (que hay muchos) de las Navidades, porque a mí me encantan, seguramente porque desde que tengo mis primeros recuerdos de la infancia hasta ahora, siempre han sido entrañables. Y me consta que la felicidad está hasta mal vista en algunos círculos pseudo-intelectuales últimamente… peor para ellos, no me convencen. Especialmente aquellos que pretenden prestigiar el sufrimiento, dotándole de cierto barniz de romanticismo, que a la vez critican en otros sentimientos. ¡Ay Sara, Sarita!

Sin embargo, hay un momento de las mismas que no me hacía especial ilusión. El trasnoche fiestero de Nochevieja. Lo disfruté bastante, algunas veces, en mi época juvenil, pero enseguida me pareció que se convertía en una especie de noche de fiesta “obligada”. De niño me encantaba porque era otra noche más de celebración, que incluía connotaciones diferentes a las demás. Después llegó la edad de ir batiendo récords de retardo en acostarse. Pero luego vinieron esos cotillones tumultuosos en los que el suelo del local empezaba a estar pegajoso a partir de las dos de la mañana, y en los que la noche, tal y como decía un amigo mío, evolucionada desde un “todas están gordas”, hasta un “no quedan gordas para todos” (no sé qué pensarían ellas de nosotros), a medida que el descontrol y el grado etílico iban en aumento. Así que enseguida pasé de ellos y, salvo alguna celebración nocturna, rodeados de nieve, en algunas estaciones de esquí alpinas, mis nocheviejas pasaron a ser más calmadas: deporte de día, cena especial con amplia familia, protocolo de las uvas, una copa y a dormir. ¡Hasta el año pasado!

En aquella ocasión, una pareja de amigos inauguraba casa. Una fantástica mansión cuyo jardín linda con una playa de una bahía del Cantábrico. Una maravilla de lugar. El jardín no es grande, suficiente para poder disfrutarlo en plan de fiesta y para ofrecer unas vistas inigualables hacia el sur. Es decir, hacia la bahía y hacia la cordillera. Pero el inmueble resulta espectacular, con su enorme salón con amplios ventanales. Todo él decorado con gusto y diseño de actualidad, y conectado con una cocina amplia que tiene todo tipo de modernidades y comodidades automatizadas. En fin, una casa de esas que salen en las revistas especializadas, con las que a veces soñamos, pero nunca llegamos a materializar como propiedad (al menos yo).

Pero llegó la oportunidad de hacerlo. Aunque fuera de forma efímera, con ocasión de una fiesta privada y de poca gente, en Nochevieja. Así que, después de cenar con la familia, nos acercamos allí y fuimos sorprendidos con una decoración esmerada y totalmente “chic”. Los anfitriones demostraron el mismo nivel de gusto, clase y recursos que mostraba su casa a la hora de dotarla de un “equipamiento” de fiesta para la despedida del año. Aquello invitaba a relajarse, disfrutar a tope y pasarlo bien. Y doy fe de que lo hicimos. Con fiestas así, sí que me apunto a reverdecer los laureles de las celebraciones nocturnas del fin de año hasta las tantas.

Pero no hay que preocuparse porque no voy a contar la fiesta. Todo lo anterior viene a cuento de que una vez allí, dispuesto a pasar del champagne (exquisito) a algún tipo de copa más contundente, me encontré con que los anfitriones habían dispuesto un “catálogo” de bar de lo más variado, que incluía, aunque nadie allí, salvo yo mismo, fuera aficionado al whisky, una botella de Glen Rothes. ¡Todo un detalle! Pero no hacia mí, sino hacia cualquiera, porque también había ron, ginebra, vodka, etc. Todo ello de primeras marcas. El caso es que portándome bien, en el sentido de cumplir a rajatabla las indicaciones de la anfitriona, hice lo que se me sugirió: que me sirviera yo mismo lo que quisiera. Así que estrené la preciosa botella rompiendo su precinto y sirviéndome un vaso. No bebí más que whisky el resto de aquella animadísima y divertida fiesta. Y no fue demasiado, aunque sí algunos tragos.


 Detalle para no perderse.

Y se ve que a los anfitriones les debió hacer ilusión haber acertado con la elección del whisky y su éxito en mi persona, pues al despedirnos dejaron caer algo así como que ahí quedaba “mi botella” para alguna otra ocasión futura.

La ocasión llegó el verano siguiente. Otra fiesta, en este caso un doble cumpleaños de dos amigas del grupo. Celebrado también por todo lo alto, con excelente gusto y sorpresas. Una cena fantástica y ambiente de verano nocturno con despliegue en el jardín. Aroma de brisa marina, rumor de orilla de playa, temperatura cálida, ganas de pasarlo bien, decoración sorprendente y rincones entretenidos en los que encontrar detalles alusivos a lo celebrado. En fin, a la altura de lo esperado, tratándose del mismo hogar anfitrión. Finalizada la cena y el rato del champagne, que en esa casa nunca falta ni falla, la gente se fue decantando por unas u otras bebidas, jugando a experimentar, probando mezclas o tirando de sus costumbres. Y yo, cómo no, a lo mío, a por “mi botella” de Glen Rothes. La cual, por cierto, había experimentado un notable “bajón” desde la última vez. “Se ve que ha acabado teniendo éxito para alguien más que para mí” – comenté. “Sí, y no tengo dudas de por parte de quién ha venido su progresivo desgaste” – me respondió la sonriente anfitriona. No tendría por qué preocuparse el “co-propietario”, pues en aquella ocasión tan solo me tomé una dosis. Me alegro por él, que la disfrute hasta su fin, que yo ya me he dado por agasajado.

A mesa puesta.


Momentos previos a la cena

Quizás no había vuelto a beber un Glen Rothes desde la degustación de 2005 en París. ¡Qué recuerdos! No me refiero al whisky en sí mismo, que también, sino a la celebración, la ciudad, todo. Entonces resumí “un whisky de malta habitual, con diferentes valoraciones por parte de los asistentes. Para varios de ellos, el mejor de la velada”. Aquella escueta comparación se hacía con un Edradour 10 años, un Tobermory 10 años, y un blended de dudosa calidad (en realidad nefasto).

El caso es que en aquella visita veraniega aproveché la ocasión (y el teléfono móvil) para tomar unas breves notas de “recata”. Ya he dicho que se trataba de disfrutar de una copa tranquilamente. Y he aquí el resultado de mi apreciación. Hablamos de un THE GLENROTHES. Select Reserve. Speyside Single Malt. 43%.


 Vitola de la botella protagonista.

Como nunca llevo mi carta de colores conmigo, no puedo precisar demasiado, pero apunté que me pareció de gamas intermedias. Quizás muy ligeramente más oscuro que pálido, pero en tonos dorados o ámbar, nada rojizo, aunque con brillo. Atractivo.

El aroma se me antojó complejo. Presentando dos “respiraciones” claras. Una leve y elegante; y otra bastante penetrante y con “choque”, no ese que surge cuando te asomas a las grandes tinas de elaboración de los jugos que más tarde serán destilados, pero acercándosele algo.

Al beberlo resulta inicialmente meloso o untuoso. Así que entre el color, el aroma y esa sensación de entrada, el whisky, pasa de prometer, a empezar a confirmar calidad. Ya en el paladar se muestra moderado, más discreto, con menos personalidad. O con una poco dada a llamar la atención. Lo cual, con los whiskys, como con las personas, en ocasiones es muy de agradecer.

Quizás fuera culpa mía, de la cena o del champagne, pero no me pareció encontrarle  retrogusto. Únicamente un mínimo aroma difuso pero agradable y pertinaz, aunque casi inapreciable. En definitiva, un buen whisky de malta, que no defrauda, cumple bien las propiedades esperadas, pero que no destaca especialmente por ninguna cualidad muy marcada. Quizás con mayor acierto en las primeras fases de su disfrute que en los recuerdos que deja.

Preocupado (es una forma de hablar) por poder estar muy alejado de las opiniones expertas, me dio por contrastar algunas tirando de referencias. La primera lo describía  como “ligero, fresco y de pocos aromas. Rico, con dulce complejidad, textura generosa y aterciopelada con trasfondo afrutado”. Por su parte, el mítico Jackson, hace algunos años, no acababa de comprender por qué estaba relativamente poco reconocido como single malt pues él lo consideraba lleno de aromas. Rico. Seguramente se debiera entonces a la inercia de haber sido un whisky de base para producir blendeds, al presentar ya buenas propiedades a la temprana edad de 8 años.

Esta es una nota de cata profesional: “Color: dorado pleno / Olor: apetecible, algo a sherry, muy suave a frutas, un poco de humo perfumado / Cuerpo: Medio, sedoso / Paladar: cuidadoso, ligeramente malteado, algo licoroso, muy complejo, y que se abre más al mezclarlo con agua / Final: especiado, suave y volviéndose seco”. Obteniendo una puntuación de 81, que en la escala de referencia es bastante buena, pero no extraordinaria.

En definitiva, pienso que a mi modo de verlo, y sin manejar las claves del lenguaje propio de los catadores, creo que me acerqué bastante a lo que se supone que es. Aunque todo eso da lo mismo ya que, en el fondo, lo que cuenta al beberse un whisky, es el disfrute personal que proporciona a quién lo toma.

La destilería The Glen Rothes se construyó en 1878, empezando a destilar en 1879. Está en pleno corazón del Speyside. Fue la segunda construida por Glen Grant, pero más tarde acabó desvinculada de su casa madre. Dos personas destacaron en su puesta en marcha. Su alma mater, James Stuart, que apostó por un proceso de elaboración lento y cuidadoso. Y el reverendo William Sharp, quien contradiciendo en cierto modo sus feroces sermones contra las tentaciones, convenció a los inversores necesarios para la puesta en funcionamiento de la destilería, por el bien del empleo y el desarrollo de su comunidad. La historia de la destilería está sembrada de varias desgracias, empezando por una riada el mismo día de su primera destilación. Después, fue dándose una sucesión de varios incendios en diferentes épocas. Fue modernizada en 1963. Desde entonces, empezaron a calentar los alambiques por vapor en vez de con turba. Quizás, porque su vocación tenía cierto carácter industrial, en el sentido de que se empleaba para abastecer de malta a los blended. Durante bastante tiempo, la escasa producción que podía disfrutarse como single malt era la que lograban apartar algunos embotelladores independientes.

Por lo que he indagado por ahí, fue en 1994 cuando se empezó a comercializar embotellado por la propia marca. Así pues, otro ejemplo más (hubo muchos casos) de destilería que decidió enrolarse en la tendencia que germinó a final del pasado siglo XX, de lanzarse a la comercialización directa de su malta. Desde entonces, eso sí, su calidad, sus singulares etiquetados y la peculiar forma de sus botellas, le hicieron ganarse una reputación que la ha colocado en una posición de relevancia en el mercado internacional, tanto en prestigio como en amplitud de presencia.

Entre sus características de proceso productivo cabe subrayar una firme apuesta por las barricas de sherry jerezanas, una destilación lenta, y el respeto al color natural, obtenido durante su crianza en barricas. Nada de añadidos que lo acentúen.

Recientemente, la destilería ha promovido una especie de obra de arte contemporánea en formato audiovisual. Han encargado la representación de su proceso de elaboración, y de múltiples datos que dicho proceso genera, al artista Xavi Tribó, para que los interprete convirtiéndolos en imágenes, utilizando un algoritmo. Todo ello combinado con música de Steven Crichton. ¿El resultado?... peculiar. Se trata de algo muy conceptual, lo cual no debería de extrañarnos habiendo sido creado por un denominado “artista de datos”.

No he dado con la "obra" completa, pero al final de este corto video, se puede apreciar parte del trabajo.

El característico diseño de su botella parece gustarnos a todos (a nivel global), y su atribución no está exenta de cierta polémica. Alguien que trabajó en ello asegura que, originalmente, fue obra de la firma Blackburn’s, siendo posteriormente retocada ligeramente en Holmes and Marchant, donde además se le aplicaron cambios de etiquetado.

Con la pandemia castigándonos reiteradamente, resulta demasiado aventurado pensar en qué ocurrirá con la próxima Nochevieja. Si podremos salir de casa o no, y si en el caso de que sí, se reedite la fiesta en la mansión costera. Ya veremos. Me gustaría. Y confío en que, en tal caso, pueda volverme a encontrar con este u otro whisky de malta de su misma categoría. ¡Gracias queridos anfitriones! Siempre es un placer acudir a vuestras citas.

 

domingo, 27 de septiembre de 2020

UNA NOCHE EN LA CASITA MONTAÑESA (ABERFELDY)

Tengo una casita muy modesta en un valle de la Cordillera Cantábrica. Está ubicada en un barrio de un pequeño pueblo de La Montaña. Aunque, realmente, situada a unos seiscientos metros de altitud y rodeada por cumbres que rondan (por encima y por debajo) los mil doscientos metros. Lo que nosotros consideramos un entorno de media montaña.

Acudo a la casita mucho menos de lo que me gustaría. Siempre se cruzan muchos quehaceres e inconvenientes cotidianos, pero aun así, como me encanta estar allí, en ocasiones logro zafarme de todo lo demás e instalarme pernoctando bajo sus tejas una o varias noches. Dependiendo de la estación y del clima, aprovecho los días para andar por el monte, bañarme en aguas gélidas, hacer rutas en bicicleta (menos de carretera y más de montaña) o esquiar, sobre todo en su modalidad más libre: la travesía. También me gusta cuando hace muy malo y me refugio en su salita con la chimenea encendida. Especialmente si fuera se pone a nevar, algo que suele suceder algunas veces cada invierno.

También saco ratos para leer, escribir y tomarme algún whisky de malta. Y es que allí siempre hay botellas. Todas ellas más medio-vacías que medio-llenas. Y no es que las mire con pesimismo, es que cuando llegan a esa casa, son los restos de alguna de las degustaciones que celebra el Clan Pagüenzo. Y como ya he dicho que por allí voy menos de lo que me gustaría, el whisky dura bastante, y siempre hay algo. Poco, pero muy variado.

 Nuestra casita en plena nevada.

En medio del verano de la pandemia del coronavirus, estuvimos pasando unos días en la casa. Unas jornadas tranquilas con algunas excursiones y visitas familiares, siempre en grupos muy reducidos. Hizo bueno, de hecho, hacía bastante calor. Y una noche, después de cenar en la cocina, me senté en el sofá para degustar uno de aquellos restos ya casi olvidados.

Era un Aberfeldy, Highland Single Malt, 12 años. Y esto es lo que me sugirió:

Un indiscutible aroma a ¡malta! Quiero decir a whisky de malta. Tan evidente que, sí lo probásemos a ciegas, creo que no generaría dudas sobre su calidad y naturaleza. Evidente pero suave al olfato. Un aroma tenue, nada cargado o penetrante. Empezaba bastante bien, especialmente para una noche de verano.

Su aspecto presentaba un color intermedio. Ni pálido ni oscuro. No puedo aportar mucho más porque aquella salita en cuestión no es demasiado luminosa. Ni de noche, ni de día. Es recogida, con paredes forradas de madera, una ventana algo pequeña y puntos de luz nada potentes. Pero eso sí, muy acogedora. Por otro lado, en mi casa tengo una carta de colores de whisky, pero allí no. Aquel es un ambiente totalmente relajado.

A la hora de beberlo presentaba una entrada suave que me dio la impresión de que se iba haciendo más poderosa después, hasta alcanzar lo que podría calificarse como una fuerza “media”. Con “presencia”, pero alejada de otros whiskys bastante más “invernales”. Después, sin esperar demasiado, volvía a suavizar al final.

En cuanto a su sabor (esto es algo que siempre me cuesta describir más, porque no me considero un experto en matices de paladar, y porque huyo de pretender recurrir al léxico floral, poético y barroco para tratar de explicar gustos y aromas) me pareció algo variado, lo suficiente como para provocar interés y un poco de reflexión gustativa, pero sin pasarse. Un whisky más bien sencillo. No creo que esto último sea ninguna pega ya que, por otro lado, los efluvios internos parecían más complejos que su sabor. Y esa es otra faceta de motivación y entretenimiento ante un whisky.

En definitiva, me resultó, cinco años después de repetir su cata, un malta muy fácil y agradable. Y es que el Aberfeldy de 12 años lo habíamos probado en una degustación celebrada en el antiguo Hotel París de Santander. Y dos años más tarde, en otra que transcurrió en el Hotel El Oso de Cosgaya, degustamos su versión de 18 años, la cual recuerdo que gustó mayoritariamente y fue considerada como «muy agradable, delicado y con equilibrio de matices».

El Aberfeldy 12 años. (Imagen: amazon).

La página web de la destilería nos da algunas pistas sobre su identidad:

«La Destilería Aberfeldy se encuentra en un exuberante valle en las estribaciones de las tierras altas centrales de Escocia. Conocida como "Golden Dram", la fuente de agua de la destilería es la famosa Pitilie Burn, reconocida localmente por la calidad de su agua y famosa por sus depósitos de oro aluvial. Las técnicas tradicionales, como una fermentación más prolongada, evocan peculiares notas de miel, clave para la dulzura característica de las maltas de Aberfeldy».

Su sitio virtual es parco en información. Muy, muy discreto, aunque cuando lo he visitado anunciaban estar trabajando en uno nuevo. Quizás se refieran a otra página que incluye la referencia de la marca Dewar. En lo que respecta a este whisky de 12 años, su información de cata se limita a esto:  

«Perfumado con especias y frutas regordetas  y melosas. Almibarado, con mucha vainilla y dulce de azúcar, con un susurro de humo al final». Minimalista y sobrecargado a la vez. Muy al estilo al que nos tiene acostumbrados el lenguaje de las notas de cata de los licores.

La destilería fue fundada en 1896 por los hermanos Tommy y John Alexander, hijos de John Dewar, cuando la firma familiar ya estaba consolidada como una importante productora de whisky blended. Lo hicieron porque necesitaban mayor producción de whisky de malta para poder mezclarlo, y por eso se trata de la única destilería de malta construida por la marca Dewar. Anteriormente, en 1825, la empresa había puesto en marcha otra intentona pero sin éxito. La elección de su localización no fue casual. El antes mencionado arroyo “dorado” fue un importante punto a favor, junto con una añadida reflexión industrial racional: el estar cerca de Perth y con, entonces, muy buenas comunicaciones para el transporte de ida y vuelta. Especialmente a costa de una vía férrea que ya operaba allí. En cualquier caso, también un detalle de romanticismo, pues la levantaron a escasas tres millas de la humilde granja en la que había nacido el fundador de la empresa. Como anécdota, puede resultar simpático señalar que Tommy Dewar fue la tercera persona del Reino Unido en convertirse en propietario de un automóvil. Después del magnate Thomas Lipton (eterno aspirante a la victoria en la Copa América para veleros) y del Príncipe de Gales.

El complejo fue levantado en dos años, diseñado por el principal arquitecto especializado en la construcción de destilerías de la época: Charles Doig. Al ser una planta relativamente tardía, ya se apreciaba en ella un orden lógico de ubicación de los procesos, casi en plan de línea de montaje. La producción sufrió dos paradas, ambas parcialmente coincidentes con sendas Guerras Mundiales, y la destilería fue remodelada en los años setenta. Hasta mediados de los años ochenta era muy raro encontrar este whisky embotellado para su comercialización y consumo como malta. De hacerlo, se solía conseguir con 15 años de envejecimiento, a través de embotelladores independientes, resultando, según cuentan, un poquito ahumado y algo más fuerte que el actual. Su comercialización embotellada es cosa de los tiempos actuales, una reacción comercial a la revolución de demanda que experimentó el whisky de malta a partir de los años noventa. De hecho, se produjo, con el 12 años, en 1999.

El río Tay surca los alrededores de Aberfeldy. En su ribera se asienta un bosquecillo con una significativa población de ardillas rojas. Las ardillas fueron un motivo inicialmente utilizado como icono en aquellos embotellados independientes, aunque actualmente no aparece en los productos oficiales de la firma. Robert Burns estuvo en la localidad de Aberfeldy en al menos una ocasión. Fue durante un viaje que realizó por las Highlands de Escocia con su amigo William Nicol. A raíz de su paso por allí escribió “The Birks o’ Aberfeldy”, letra para una melodía popular, inspirada en unas cascadas de la zona y en los abedules de Aberfeldy.

Estatua de Robert Burns escribiendo la letra de la canción, situada a la entrada del paseo del mismo nombre. (Image, wikipedia: geograph.org.uk)

El Aberfeldy es un buen whisky de malta de cumple sobradamente los estándares de cualquier aficionado avezado en el disfrute de este tipo de whiskys. Pese a que su presencia comercial es rabiosamente reciente, más de un siglo de producción es algo que aporta garantías y justifica el buen hacer. Más, si cabe, al tener en cuenta que durante todo este tiempo ha sido la base cualitativa sobre la que, en John Dewar, hacían las mezclas para sus blended. Sus características “intermedias” puede que no lo conviertan en el favorito de nadie, pero seguro que dejará contento a casi todos.

Su origen geográfico resulta apetecible para ser visitado. El verdor y la humedad ambiental parecen traspasar el papel fotográfico o los píxeles de las pantallas que nos lo muestran. También las animadas aguas de sus arroyos, el arbolado o las construcciones tradicionales con abundancia de piedras grises. Encuentro muchas similitudes entre tales estampas y las que disfruto cuando paseo por los alrededores de mi casita montañesa. Por eso, y quizás porque en ella a veces pongo algo de música celta para disfrutar de mis estancias allí, me despido con la siguiente interpretación de aquella canción de Robert Burns. Resulta intimista y parece haber sido grabada en otra casita, de otras montañas.

«The Birks of Aberfeldy, cantada por una chica de Aberfeldy acompañada por su encantador esposo, escrita por Rabbie Burns ... grabada en una pequeña cabaña en la costa oeste de la isla de Lewis, Escocia». (Elsa McTaggart Music).