A Robert Burns lo llaman el bardo de Escocia. Es “su Poeta” con mayúscula. Por encima de cualquier otro. Escocia siente por él una devoción sin límites, algo que no es, ni mucho menos, nuevo, sino que ha quedado de manifiesto a lo largo de los siglos XIX y XX, y lleva camino de seguir siendo así durante el casi recién estrenado XXI. Burns fue un hombre ligado al mundo rural y a las clases bajas escocesas. Hijo de campesinos, trabajó en el campo antes de ser empleado como una especie de funcionario recaudador de aduanas. Esto último no deja de tener cierta guasa, considerando su amor por el whisky y sus odas al libertinaje, la bebida y la vida disipada. A pesar de tanta manifestación libidinosa ¿o quizás precisamente por ello? Burns “cumplió” como padre, engendrando ¡nueve! Hijos con su mujer Jean Armour, antes de morir, demasiado joven, a los 37 años.
Retrato de Robert Burns por Alexander Nasmyth. (Imagen: Fine Art America).
Para nosotros los hispanoparlantes, tanta pasión de los escoceses por su poeta no deja de sorprendernos. Puestos a pensar en literatos procedentes de Escocia, surgen los nombres de tres “grandes” históricos y Robert Burns no es ninguno de ellos. Me refiero a Robert Louis Stevenson (La Isla del Tesoro; Dr. Jekyll y Mr. Hyde), Walter Scott (Ivanhoe; Waverley) y Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes). Los tres nacidos en Edimburgo y conocidos mundialmente por sus obras, así como por algún que otro atributo más. Stevenson, por ejemplo, fue un gran viajero, actividad de la que dejó gran testimonio en su obra. Y a Scott se le reconoce el mérito de haber sido el pionero de lo que en la actualidad conocemos como novela histórica. ¿Por qué entonces, si para sus compatriotas Burns parece ser aún más adorado que los otros tres genios, ha pasado mucho más inadvertido para el público hispano en general?. La razón parece obvia: Burns fue un poeta y como tal es aclamado por sus paisanos. Un poeta que solía escribir en escocés, lengua muy cercana al inglés, pero completamente alejada, en cuestión de rimas y sonoridad, con el castellano. Y claro, con la traducción se pierde mucho: gracia, ritmo, rima y muchas cosas más. La novela y el ensayo son géneros literarios fácilmente exportables a X idiomas. Casi todos los que se quiera, mientras haya en ello negocio a la vista. Pero con la poesía no ocurre lo mismo, y menos cuando resulta especialmente musical. Y es que la de Burns, tal y como pronto veremos, ha sido musicalizada muchas veces.
Personalmente descubrí a Robert Burns hace casi dos décadas en Atenas. Viajé hasta allí para participar en un curso para profesores, organizado por la Unión Europea. Y como entonces no había Brexit, coincidí allí con un encantador profesor escocés de literatura llamado Bill. Hicimos buenas migas y, al enterarse de mi afición al whisky de malta, me habló de Burns, me regaló un tomo con sus obras completas (libro que Bill llevaba siempre consigo al iniciar cualquier viaje medianamente largo en el tiempo) y me recomendó la lectura de Tam o’ Shanter. Es más, semanas después de haber regresado a casa, me envió un paquetito con una cassette dentro, en la que él mismo se había grabado declamando el divertido poema en inglés y en el escocés original. Aquello originó que yo lo eligiese para encuadernar un libro-regalo con el poema en cuestión en español, inglés y escocés, para todos los miembros de nuestro Clan Pagüenzo en aquella época. El poema narra las aventuras y desventuras de un hombre que se emborracha después de acudir al mercado, y al que se le complica sobremanera la vuelta a casa, y que consigue salir airoso del trance gracias a la cabeza fría de su yegua.
Tras mucho tiempo dejando a Burns prácticamente olvidado (apenas un recuerdo intermedio dentro de un documental de elaboración propia), leyendo un libro sobre whisky que me regalaron, descubrí lo que los escoceses llaman la Noche de Burns. Se trata de una festiva y acalorada celebración que conmemora el aniversario del nacimiento del poeta el 25 de enero de 1759. La celebración incluye una cena muy protocolaria, en la que el whisky, el haggis y la palabra, se erigen en los máximos protagonistas de la misma. El origen de la celebración se sitúa en el año 1801, cuando, cinco años después del fallecimiento de Burns, varios de sus amigos se reunieron en la casa de campo en la que nació el poeta, para celebrar una cena en su honor. Ante el éxito de la velada, decidieron repetirla cada año siendo relevados en su organización por los comerciantes de Greenock, que la montaron el Club de Burns. La noticia y la costumbre se fueron extendiendo y en 1806 alcanzó a la Universidad de Oxford. Cuatro años después a Londres, y, a partir de ahí, a toda Escocia y cualquier parte del mundo en donde hubiera escoceses viviendo. Parece que en esto de su exportación los primeros fueron los oficiales del ejército escocés que montaron la fiesta en la India en 1812. En la actualidad, el acontecimiento se ha convertido en todo un clásico anglosajón extendido por su área global de influencia y, en muchos casos, adoptado por otras culturas occidentales con ganas de pasarlo bien y predispuestos a hacer eco de cualquier tipo de celebración atractiva y exitosa. Cosas de la globalización. Algo que también podemos ver con el día de San Patricio Irlandés, Halloween y muchas otras expresiones fiesteras populares, entre las cuales también abundan las latinas.
Como al leer sobre el asunto la idea me pareció apetecible, y como además daba la casualidad de que este año el 25 de enero caía en sábado, no me lo me pensé demasiado y decidí poner en marcha una cena en casa para celebrar la noche de Burns. Sería una cosa modesta, con los de casa y un par de parejas invitadas, algo asumible para probar. Y eso sí, tratando de ceñirme lo más fielmente posible al canon protocolario. Para ello acometí algunas búsquedas por Internet, y acabé recopilando poemas obligados, versiones sonoras de los mismos, reglamentos del protocolo y recetas para el menú. El whisky no iba a ser problema, eso nunca falta en casa. Pero el Haggis… ¡tampoco! Ya podéis imaginar quién (sí, también) lo distribuye enlatado casi a cualquier parte del mundo.
Así pues, aquel 25 de enero celebramos la noche de Burns en un pueblo de la costa de Cantabria, guiados por un libro de ceremonia de tapas de madera, mágicos motivos decorativos célticos y gruesas páginas interiores, que yo mismo había manuscrito con mis anotaciones, para no perdernos durante la noche.
Nuestro "manual de protocolo para la Noche de Burns.
Lo primero fue la llegada de los invitados, que fue progresiva y, como siempre, muy cordial y animada, pues todos teníamos ganas de vernos unos a otros y de pasar un buen rato. Hay que decir que ninguno de ellos sabía exactamente a qué venía. Sabían que era a cenar, pero sospechaban que con motivo de algo un poco especial. Tanto misterio era el que en ellos se había despertado, que llegaron a calificarlo como de convocatoria clandestina. Este punto es importante porque, pese al posterior éxito de la velada (que fue francamente elevado), si la misma se prepara previamente, con el encargo premeditado por parte del anfitrión de algunas intervenciones a diferentes invitados, la noche puede dar mucho más juego aún. Tomé nota de ello para próximas ediciones, aunque en la primera, el suspense preliminar también aportó mucho.
Llegado el momento de la cena, con todos los comensales sentados a la mesa, inicié, con el libro en la mano, el discurso de bienvenida y la bendición de Selkirk. El discurso fue breve, improvisado, poco o nada elocuente, pero al menos algo formal. Más que nada informativo sobre el para qué nos habíamos reunido allí y en qué, aproximadamente, iba a consistir la velada. Acto seguido procedí con la bendición de Selkirk, primeros versos de Burns que sonaron aquella noche. Para empezar, escuchados en su lengua original gracias a un reproductor de audio, e, inmediatamente después, leídos en castellano en la versión de una traducción propia rimada.
El primer plato no es opcional, la tradición establece que ha de ser una sopa o crema de puerros, a la cual pueden añadirse algunos otros ingredientes como caldo de pollo, patatas, etc. La nuestra fue una versión bastante fiel a la propuesta, pero en las que la patata fue sustituida por polvo de almendras. Un clásico de nuestra casa que resultó delicioso. La sopa, además, siempre da juego porque permite a los comensales alternar ingesta y conversación con facilidad y naturalidad. La cena se fue animando.
El segundo plato, el elemento gastronómico fundamental de la cena es el haggis, ese plato típico escocés que consiste en una especie de paté desestructurado cocinado a base de asadurillas, mollejas, riñones y de más casquería, y, generalmente, embutido dentro de un estómago de cordero. La masa en sí ya he comentado la adquirí enlatada, para posteriormente embutirla en tripas de vaca, operación que, previamente aquella tarde, nos dio alguna hilarante complicación pero logramos llevar a buen término. Así pues, para la noche pudimos presentar tres (especie de) morcillas algo asadas al horno, acompañadas del obligado puré de patata.
El haggis ha de entrar en el comedor de modo muy solemne, mientras suena la música de alguna versión cantada del poema “A man’s a man for a’that”, por supuesto del mismo Robert Burns. La nuestra fue la magnífica versión en directo de Paolo Nutini (que nadie se deje engañar por su apellido, un escocés de pura cepa). Aunque creo que los comensales se mostraron mucho más atentos al aspecto y presencia del exótico haggis que a la canción.
Antes de hincarle el diente al haggis, hay que proceder, con total ceremonia, a su trinchado y reparto. Durante tales maniobras alguien debe recitar otro poema de Burns, concretamente, el “Adress to a Haggis”. De nuevo, en esta ocasión (ya veremos en el futuro) recurrimos al reproductor. Y de nuevo, los comensales, centraron ¡claramente! Su atención en la fuente con la comida y no tanto en las rimas y la áspera voz del convencido lector de poesía. Antes de servirlo, una vez trinchado (abiertas las “longanizas”), la carne recibió un generoso chorreo de whisky de malta.
Peculiar aspecto del plato principal. (Imagen: Fernando).
Puestos a ello, el haggis gustó bastante, trayéndonos recuerdos de patés, morcillas y viandas similares. Combina bien con el puré y en el caso de los más puristas y atrevidos, entre los cuales me incluyo, ha de ser acompañado ya con el malta como bebida. Finalizado el plato principal y antes de dar paso al postre, el protocolo exige el denominado brindis “leal”. Con whisky ¿alguien lo dudaba?. Debe de ser, y lo fue, improvisado por el anfitrión, y debería estar dirigido hacia el jefe del estado. Pero, teniendo en cuenta el Brexit, acogiéndome a nuestra extranjería con respecto al Imperio Británico y advertido por lo que supone actualmente manifestar públicamente cualquier tipo de simpatía o deferencia hacia casi cualquier tendencia o institución política en España, me abstuve de ceñirme a la temática y derivé hacia un brindis más amistoso y con vocación de punto de partida para futuras repeticiones del evento. En cuestiones de postre la cena deja libertad de selección, por lo que nosotros lo solventamos con una tarta de yema.
Durante la sobremesa, se supone que el ambiente emocional se caldea, el clima festivo se potencia y las intervenciones se suceden sin descanso. Eso fue exactamente lo que sucedió con nuestra velada, aunque ello no impidiera que, con aún no nublada del todo (por efecto del whisky) clarividencia, me aferrase al guión formal de la celebración, cuando lo iba creyendo necesario. Así llegamos al momento denominado como la “memoria inmortal”. Se trata de un discurso enunciado por un invitado, que, de alguna manera, debería partir, relacionarse o inspirarse en la figura de Robert Burns. En nuestro caso su autor lo fue de improviso, sin oportunidad de haberlo preparado, así que solventó el lance como pudo, pero con gracia. Hasta tres figuras apellidadas Burns fueron apareciendo confundidas en aquellos momentos (el poeta, un personaje de los Simpson y un piloto de rally), aunque finalmente el mayor protagonismo se lo llevó el humorista Leo Harlem. La “memoria” fue replicada (como ha de ser) con la correspondiente “apreciación del anfitrión”, marcada por evidentes respetos a Burns (el poeta), quien a buen seguro, de haber estado allí, bebiendo whisky con nosotros, se hubiera hecho cargo de nuestros deslices, confusiones y falta de honores excesivos hacia su figura. En cualquier caso la réplica acabó también con una referencia (video privado incluido) al mencionado humorista… casualidades de la vida.
Como la cosa marchaba bien, seguimos fieles al libro de ceremonia, que en aquellos momentos nos recordaba que había que proceder al “brindis por las damas”. Tiene que ser realizado por un comensal varón, que en nuestro caso fue designado repentinamente por aclamación popular y para total sorpresa de sí mismo. Los nervios le jugaron una mala pasada, por lo que acabó siendo el único que no acertó a escuchar el mensaje que su pareja le susurraba al oído y que, en opinión de la mayoría, hubiera resultado exquisito. Así que él se defendió como pudo, con algunos titubeos, ciertas dudas por manejarse en terreno pantanoso y mucha gracia para tratar de salir airoso del trance. Le siguió la respuesta de una de ellas y aquello dio pié a mucha más conversación, chistes y diversión. Este tipo de intervenciones formalmente prescritas son las que, en ocasiones futuras, si las hubiera, deberán ser asignadas con premeditación y margen de tiempo suficiente, como para que quienes las asuman puedan prepararlas a conciencia y generen mucho “juego”. Pero ya he dicho que en esta ocasión, aquello no fue necesario, ni se echó en falta debido a la novedad y desconocimiento previo del guión de velada por parte de los asistentes, lo cual garantizó una sobremesa llena de sorpresas.
El resto de brindis o intervenciones han de ser ya improvisados y libres, y así suele ser siempre en cualquier cena de amigos por aquí, por lo que resultó de lo más natural aquella noche. De Burns se habló algo. Más bien poco, pero lo suficiente como para poder asegurar que aquella fue su noche. Lo que no pusimos en marcha, porque no hubo tiempo, no se hizo necesario y tampoco éramos tanta gente, fue ningún baile escocés, aunque es algo frecuente en fiestas más multitudinarias.
Llegados al final, alargada suficientemente la noche, alcanzamos el momento de la despedida, punto final de la Noche de Burns. Incluyó todo aquello que debe incluir: el agradecimiento formal del anfitrión a los asistentes por su respuesta, su visita y su participación activa en la fiesta; las respuestas de los mismos; y el “Auld Lang Syne”. Se trata de otro poema cantado de Robert Burns que, con el paso de los años, ha acabado convertido en la canción de despedida británica por excelencia. Es internacionalmente reconocible. Muchos la hemos escuchado en versiones adaptadas para cerrar campamentos, cursos, ceremonias, etc. Los noticiarios nos la han vuelto a mostrar en las despedidas de los parlamentarios británicos de la Eurocámara, recientemente. Así que no fuimos menos y, cumpliendo con el propósito de completar una auténtica y genuina noche de Burns, pusimos en marcha el reproductor y todos juntos tarareamos una versión folk de la canción, mientras nos dábamos las manos con los brazos cruzados por delante y oscilábamos nuestros cuerpos a uno y otro lado alternativamente. Aquello resultó todo menos forzado. Hubiera sido algo impensable si nos hubieran dicho de antemano que acabaríamos todos tan entregados a la causa. Sin embargo, la noche, la compañía, el ceremonial, la comida y el whisky, de forma integrada, hicieron que todo funcionara.
Inmediatamente después llegaron las despedidas y agradecimientos mutuos, algo que también contempla el patrón de la noche. Nada especial, la cordialidad que se le supone a la gente educada.
Lo que resultó bastante más singular fue cuando, unos días después, pasando nuestro hijo unos días en Nueva York (en plan de turismo “low cost”), nos sorprendió enviándonos por teléfono una foto, tomada por el mismo en Central Park, del monumento allí erigido a Robert Burns. Así pues la cena en su honor tuvo, como mínimo, un efecto: el de descubrírselo a las nuevas generaciones.