Tengo una casita muy modesta en un valle de la Cordillera Cantábrica. Está ubicada en un barrio de un pequeño pueblo de La Montaña. Aunque, realmente, situada a unos seiscientos metros de altitud y rodeada por cumbres que rondan (por encima y por debajo) los mil doscientos metros. Lo que nosotros consideramos un entorno de media montaña.
Acudo a la casita mucho menos de lo que me gustaría. Siempre se cruzan muchos quehaceres e inconvenientes cotidianos, pero aun así, como me encanta estar allí, en ocasiones logro zafarme de todo lo demás e instalarme pernoctando bajo sus tejas una o varias noches. Dependiendo de la estación y del clima, aprovecho los días para andar por el monte, bañarme en aguas gélidas, hacer rutas en bicicleta (menos de carretera y más de montaña) o esquiar, sobre todo en su modalidad más libre: la travesía. También me gusta cuando hace muy malo y me refugio en su salita con la chimenea encendida. Especialmente si fuera se pone a nevar, algo que suele suceder algunas veces cada invierno.
También saco ratos para leer, escribir y tomarme algún whisky de malta. Y es que allí siempre hay botellas. Todas ellas más medio-vacías que medio-llenas. Y no es que las mire con pesimismo, es que cuando llegan a esa casa, son los restos de alguna de las degustaciones que celebra el Clan Pagüenzo. Y como ya he dicho que por allí voy menos de lo que me gustaría, el whisky dura bastante, y siempre hay algo. Poco, pero muy variado.
En medio del verano de la pandemia del coronavirus, estuvimos pasando unos días en la casa. Unas jornadas tranquilas con algunas excursiones y visitas familiares, siempre en grupos muy reducidos. Hizo bueno, de hecho, hacía bastante calor. Y una noche, después de cenar en la cocina, me senté en el sofá para degustar uno de aquellos restos ya casi olvidados.
Era un Aberfeldy, Highland Single Malt, 12 años. Y esto es lo que me sugirió:
Un indiscutible aroma a ¡malta! Quiero decir a whisky de malta. Tan evidente que, sí lo probásemos a ciegas, creo que no generaría dudas sobre su calidad y naturaleza. Evidente pero suave al olfato. Un aroma tenue, nada cargado o penetrante. Empezaba bastante bien, especialmente para una noche de verano.
Su aspecto presentaba un color intermedio. Ni pálido ni oscuro. No puedo aportar mucho más porque aquella salita en cuestión no es demasiado luminosa. Ni de noche, ni de día. Es recogida, con paredes forradas de madera, una ventana algo pequeña y puntos de luz nada potentes. Pero eso sí, muy acogedora. Por otro lado, en mi casa tengo una carta de colores de whisky, pero allí no. Aquel es un ambiente totalmente relajado.
A la hora de beberlo presentaba una entrada suave que me dio la impresión de que se iba haciendo más poderosa después, hasta alcanzar lo que podría calificarse como una fuerza “media”. Con “presencia”, pero alejada de otros whiskys bastante más “invernales”. Después, sin esperar demasiado, volvía a suavizar al final.
En cuanto a su sabor (esto es algo que siempre me cuesta describir más, porque no me considero un experto en matices de paladar, y porque huyo de pretender recurrir al léxico floral, poético y barroco para tratar de explicar gustos y aromas) me pareció algo variado, lo suficiente como para provocar interés y un poco de reflexión gustativa, pero sin pasarse. Un whisky más bien sencillo. No creo que esto último sea ninguna pega ya que, por otro lado, los efluvios internos parecían más complejos que su sabor. Y esa es otra faceta de motivación y entretenimiento ante un whisky.
En definitiva, me resultó, cinco años después de repetir su cata, un malta muy fácil y agradable. Y es que el Aberfeldy de 12 años lo habíamos probado en una degustación celebrada en el antiguo Hotel París de Santander. Y dos años más tarde, en otra que transcurrió en el Hotel El Oso de Cosgaya, degustamos su versión de 18 años, la cual recuerdo que gustó mayoritariamente y fue considerada como «muy agradable, delicado y con equilibrio de matices».
La página web de la destilería nos da algunas pistas sobre su identidad:
«La Destilería Aberfeldy se encuentra en un exuberante valle en las estribaciones de las tierras altas centrales de Escocia. Conocida como "Golden Dram", la fuente de agua de la destilería es la famosa Pitilie Burn, reconocida localmente por la calidad de su agua y famosa por sus depósitos de oro aluvial. Las técnicas tradicionales, como una fermentación más prolongada, evocan peculiares notas de miel, clave para la dulzura característica de las maltas de Aberfeldy».
Su sitio virtual es parco en información. Muy, muy discreto, aunque cuando lo he visitado anunciaban estar trabajando en uno nuevo. Quizás se refieran a otra página que incluye la referencia de la marca Dewar. En lo que respecta a este whisky de 12 años, su información de cata se limita a esto:
«Perfumado con especias y frutas regordetas y melosas. Almibarado, con mucha vainilla y dulce de azúcar, con un susurro de humo al final». Minimalista y sobrecargado a la vez. Muy al estilo al que nos tiene acostumbrados el lenguaje de las notas de cata de los licores.
La destilería fue fundada en 1896 por los hermanos Tommy y John Alexander, hijos de John Dewar, cuando la firma familiar ya estaba consolidada como una importante productora de whisky blended. Lo hicieron porque necesitaban mayor producción de whisky de malta para poder mezclarlo, y por eso se trata de la única destilería de malta construida por la marca Dewar. Anteriormente, en 1825, la empresa había puesto en marcha otra intentona pero sin éxito. La elección de su localización no fue casual. El antes mencionado arroyo “dorado” fue un importante punto a favor, junto con una añadida reflexión industrial racional: el estar cerca de Perth y con, entonces, muy buenas comunicaciones para el transporte de ida y vuelta. Especialmente a costa de una vía férrea que ya operaba allí. En cualquier caso, también un detalle de romanticismo, pues la levantaron a escasas tres millas de la humilde granja en la que había nacido el fundador de la empresa. Como anécdota, puede resultar simpático señalar que Tommy Dewar fue la tercera persona del Reino Unido en convertirse en propietario de un automóvil. Después del magnate Thomas Lipton (eterno aspirante a la victoria en la Copa América para veleros) y del Príncipe de Gales.
El complejo fue levantado en dos años, diseñado por el principal arquitecto especializado en la construcción de destilerías de la época: Charles Doig. Al ser una planta relativamente tardía, ya se apreciaba en ella un orden lógico de ubicación de los procesos, casi en plan de línea de montaje. La producción sufrió dos paradas, ambas parcialmente coincidentes con sendas Guerras Mundiales, y la destilería fue remodelada en los años setenta. Hasta mediados de los años ochenta era muy raro encontrar este whisky embotellado para su comercialización y consumo como malta. De hacerlo, se solía conseguir con 15 años de envejecimiento, a través de embotelladores independientes, resultando, según cuentan, un poquito ahumado y algo más fuerte que el actual. Su comercialización embotellada es cosa de los tiempos actuales, una reacción comercial a la revolución de demanda que experimentó el whisky de malta a partir de los años noventa. De hecho, se produjo, con el 12 años, en 1999.
El río Tay surca los alrededores de Aberfeldy. En su ribera se asienta un bosquecillo con una significativa población de ardillas rojas. Las ardillas fueron un motivo inicialmente utilizado como icono en aquellos embotellados independientes, aunque actualmente no aparece en los productos oficiales de la firma. Robert Burns estuvo en la localidad de Aberfeldy en al menos una ocasión. Fue durante un viaje que realizó por las Highlands de Escocia con su amigo William Nicol. A raíz de su paso por allí escribió “The Birks o’ Aberfeldy”, letra para una melodía popular, inspirada en unas cascadas de la zona y en los abedules de Aberfeldy.
El Aberfeldy es un buen whisky de malta de cumple sobradamente los estándares de cualquier aficionado avezado en el disfrute de este tipo de whiskys. Pese a que su presencia comercial es rabiosamente reciente, más de un siglo de producción es algo que aporta garantías y justifica el buen hacer. Más, si cabe, al tener en cuenta que durante todo este tiempo ha sido la base cualitativa sobre la que, en John Dewar, hacían las mezclas para sus blended. Sus características “intermedias” puede que no lo conviertan en el favorito de nadie, pero seguro que dejará contento a casi todos.
Su origen geográfico resulta apetecible para ser visitado. El verdor y la humedad ambiental parecen traspasar el papel fotográfico o los píxeles de las pantallas que nos lo muestran. También las animadas aguas de sus arroyos, el arbolado o las construcciones tradicionales con abundancia de piedras grises. Encuentro muchas similitudes entre tales estampas y las que disfruto cuando paseo por los alrededores de mi casita montañesa. Por eso, y quizás porque en ella a veces pongo algo de música celta para disfrutar de mis estancias allí, me despido con la siguiente interpretación de aquella canción de Robert Burns. Resulta intimista y parece haber sido grabada en otra casita, de otras montañas.
«The Birks of Aberfeldy, cantada por una chica de Aberfeldy acompañada por su encantador esposo, escrita por Rabbie Burns ... grabada en una pequeña cabaña en la costa oeste de la isla de Lewis, Escocia». (Elsa McTaggart Music).