Me gustan las Navidades. Y no me da ninguna vergüenza admitirlo. Seguramente me gustan porque disfruto de una familia muy amplia y muy bien avenida. Amplia en todos los sentidos: de la que provengo (realmente numerosa), con la que me emparenté al casarme (más numerosa aún) y la que he ayudado a crear (numerosa en el sentido actual del término, que ya no lo es tanto como antiguamente). Y con tanta gente y un ambiente siempre cordial, agradable y cariñoso, pues las fiestas resultan muy agradables, lo cual ayuda a que todos nos impliquemos a la hora de mantener vivas las tradiciones familiares, conscientes de que nos han llegado de lejos, nos han aportado muchos buenos momentos durante toda nuestra vida, y queremos legar ese “regalo” a nuestros descendientes. Así que lo siento por todos esos “haters” (que hay muchos) de las Navidades, porque a mí me encantan, seguramente porque desde que tengo mis primeros recuerdos de la infancia hasta ahora, siempre han sido entrañables. Y me consta que la felicidad está hasta mal vista en algunos círculos pseudo-intelectuales últimamente… peor para ellos, no me convencen. Especialmente aquellos que pretenden prestigiar el sufrimiento, dotándole de cierto barniz de romanticismo, que a la vez critican en otros sentimientos. ¡Ay Sara, Sarita!
Sin embargo, hay un momento de las mismas que no me hacía especial ilusión. El trasnoche fiestero de Nochevieja. Lo disfruté bastante, algunas veces, en mi época juvenil, pero enseguida me pareció que se convertía en una especie de noche de fiesta “obligada”. De niño me encantaba porque era otra noche más de celebración, que incluía connotaciones diferentes a las demás. Después llegó la edad de ir batiendo récords de retardo en acostarse. Pero luego vinieron esos cotillones tumultuosos en los que el suelo del local empezaba a estar pegajoso a partir de las dos de la mañana, y en los que la noche, tal y como decía un amigo mío, evolucionada desde un “todas están gordas”, hasta un “no quedan gordas para todos” (no sé qué pensarían ellas de nosotros), a medida que el descontrol y el grado etílico iban en aumento. Así que enseguida pasé de ellos y, salvo alguna celebración nocturna, rodeados de nieve, en algunas estaciones de esquí alpinas, mis nocheviejas pasaron a ser más calmadas: deporte de día, cena especial con amplia familia, protocolo de las uvas, una copa y a dormir. ¡Hasta el año pasado!
En aquella ocasión, una pareja de amigos inauguraba casa. Una fantástica mansión cuyo jardín linda con una playa de una bahía del Cantábrico. Una maravilla de lugar. El jardín no es grande, suficiente para poder disfrutarlo en plan de fiesta y para ofrecer unas vistas inigualables hacia el sur. Es decir, hacia la bahía y hacia la cordillera. Pero el inmueble resulta espectacular, con su enorme salón con amplios ventanales. Todo él decorado con gusto y diseño de actualidad, y conectado con una cocina amplia que tiene todo tipo de modernidades y comodidades automatizadas. En fin, una casa de esas que salen en las revistas especializadas, con las que a veces soñamos, pero nunca llegamos a materializar como propiedad (al menos yo).
Pero llegó la oportunidad de hacerlo. Aunque fuera de forma efímera, con ocasión de una fiesta privada y de poca gente, en Nochevieja. Así que, después de cenar con la familia, nos acercamos allí y fuimos sorprendidos con una decoración esmerada y totalmente “chic”. Los anfitriones demostraron el mismo nivel de gusto, clase y recursos que mostraba su casa a la hora de dotarla de un “equipamiento” de fiesta para la despedida del año. Aquello invitaba a relajarse, disfrutar a tope y pasarlo bien. Y doy fe de que lo hicimos. Con fiestas así, sí que me apunto a reverdecer los laureles de las celebraciones nocturnas del fin de año hasta las tantas.
Pero no hay que preocuparse porque no voy a contar la fiesta. Todo lo anterior viene a cuento de que una vez allí, dispuesto a pasar del champagne (exquisito) a algún tipo de copa más contundente, me encontré con que los anfitriones habían dispuesto un “catálogo” de bar de lo más variado, que incluía, aunque nadie allí, salvo yo mismo, fuera aficionado al whisky, una botella de Glen Rothes. ¡Todo un detalle! Pero no hacia mí, sino hacia cualquiera, porque también había ron, ginebra, vodka, etc. Todo ello de primeras marcas. El caso es que portándome bien, en el sentido de cumplir a rajatabla las indicaciones de la anfitriona, hice lo que se me sugirió: que me sirviera yo mismo lo que quisiera. Así que estrené la preciosa botella rompiendo su precinto y sirviéndome un vaso. No bebí más que whisky el resto de aquella animadísima y divertida fiesta. Y no fue demasiado, aunque sí algunos tragos.
Y se ve que a los anfitriones les debió hacer ilusión haber acertado con la elección del whisky y su éxito en mi persona, pues al despedirnos dejaron caer algo así como que ahí quedaba “mi botella” para alguna otra ocasión futura.
La ocasión llegó el verano siguiente. Otra fiesta, en este caso un doble cumpleaños de dos amigas del grupo. Celebrado también por todo lo alto, con excelente gusto y sorpresas. Una cena fantástica y ambiente de verano nocturno con despliegue en el jardín. Aroma de brisa marina, rumor de orilla de playa, temperatura cálida, ganas de pasarlo bien, decoración sorprendente y rincones entretenidos en los que encontrar detalles alusivos a lo celebrado. En fin, a la altura de lo esperado, tratándose del mismo hogar anfitrión. Finalizada la cena y el rato del champagne, que en esa casa nunca falta ni falla, la gente se fue decantando por unas u otras bebidas, jugando a experimentar, probando mezclas o tirando de sus costumbres. Y yo, cómo no, a lo mío, a por “mi botella” de Glen Rothes. La cual, por cierto, había experimentado un notable “bajón” desde la última vez. “Se ve que ha acabado teniendo éxito para alguien más que para mí” – comenté. “Sí, y no tengo dudas de por parte de quién ha venido su progresivo desgaste” – me respondió la sonriente anfitriona. No tendría por qué preocuparse el “co-propietario”, pues en aquella ocasión tan solo me tomé una dosis. Me alegro por él, que la disfrute hasta su fin, que yo ya me he dado por agasajado.
Quizás no había vuelto a beber un Glen Rothes desde la degustación de 2005 en París. ¡Qué recuerdos! No me refiero al whisky en sí mismo, que también, sino a la celebración, la ciudad, todo. Entonces resumí “un whisky de malta habitual, con diferentes valoraciones por parte de los asistentes. Para varios de ellos, el mejor de la velada”. Aquella escueta comparación se hacía con un Edradour 10 años, un Tobermory 10 años, y un blended de dudosa calidad (en realidad nefasto).
El caso es que en aquella visita veraniega aproveché la ocasión (y el teléfono móvil) para tomar unas breves notas de “recata”. Ya he dicho que se trataba de disfrutar de una copa tranquilamente. Y he aquí el resultado de mi apreciación. Hablamos de un THE GLENROTHES. Select Reserve. Speyside Single Malt. 43%.
Como nunca llevo mi carta de colores conmigo, no puedo precisar demasiado, pero apunté que me pareció de gamas intermedias. Quizás muy ligeramente más oscuro que pálido, pero en tonos dorados o ámbar, nada rojizo, aunque con brillo. Atractivo.
El aroma se me antojó complejo. Presentando dos “respiraciones” claras. Una leve y elegante; y otra bastante penetrante y con “choque”, no ese que surge cuando te asomas a las grandes tinas de elaboración de los jugos que más tarde serán destilados, pero acercándosele algo.
Al beberlo resulta inicialmente meloso o untuoso. Así que entre el color, el aroma y esa sensación de entrada, el whisky, pasa de prometer, a empezar a confirmar calidad. Ya en el paladar se muestra moderado, más discreto, con menos personalidad. O con una poco dada a llamar la atención. Lo cual, con los whiskys, como con las personas, en ocasiones es muy de agradecer.
Quizás fuera culpa mía, de la cena o del champagne, pero no me pareció encontrarle retrogusto. Únicamente un mínimo aroma difuso pero agradable y pertinaz, aunque casi inapreciable. En definitiva, un buen whisky de malta, que no defrauda, cumple bien las propiedades esperadas, pero que no destaca especialmente por ninguna cualidad muy marcada. Quizás con mayor acierto en las primeras fases de su disfrute que en los recuerdos que deja.
Preocupado (es una forma de hablar) por poder estar muy alejado de las opiniones expertas, me dio por contrastar algunas tirando de referencias. La primera lo describía como “ligero, fresco y de pocos aromas. Rico, con dulce complejidad, textura generosa y aterciopelada con trasfondo afrutado”. Por su parte, el mítico Jackson, hace algunos años, no acababa de comprender por qué estaba relativamente poco reconocido como single malt pues él lo consideraba lleno de aromas. Rico. Seguramente se debiera entonces a la inercia de haber sido un whisky de base para producir blendeds, al presentar ya buenas propiedades a la temprana edad de 8 años.
Esta es una nota de cata profesional: “Color: dorado pleno / Olor: apetecible, algo a sherry, muy suave a frutas, un poco de humo perfumado / Cuerpo: Medio, sedoso / Paladar: cuidadoso, ligeramente malteado, algo licoroso, muy complejo, y que se abre más al mezclarlo con agua / Final: especiado, suave y volviéndose seco”. Obteniendo una puntuación de 81, que en la escala de referencia es bastante buena, pero no extraordinaria.
En definitiva, pienso que a mi modo de verlo, y sin manejar las claves del lenguaje propio de los catadores, creo que me acerqué bastante a lo que se supone que es. Aunque todo eso da lo mismo ya que, en el fondo, lo que cuenta al beberse un whisky, es el disfrute personal que proporciona a quién lo toma.
La destilería The Glen Rothes se construyó en 1878, empezando a destilar en 1879. Está en pleno corazón del Speyside. Fue la segunda construida por Glen Grant, pero más tarde acabó desvinculada de su casa madre. Dos personas destacaron en su puesta en marcha. Su alma mater, James Stuart, que apostó por un proceso de elaboración lento y cuidadoso. Y el reverendo William Sharp, quien contradiciendo en cierto modo sus feroces sermones contra las tentaciones, convenció a los inversores necesarios para la puesta en funcionamiento de la destilería, por el bien del empleo y el desarrollo de su comunidad. La historia de la destilería está sembrada de varias desgracias, empezando por una riada el mismo día de su primera destilación. Después, fue dándose una sucesión de varios incendios en diferentes épocas. Fue modernizada en 1963. Desde entonces, empezaron a calentar los alambiques por vapor en vez de con turba. Quizás, porque su vocación tenía cierto carácter industrial, en el sentido de que se empleaba para abastecer de malta a los blended. Durante bastante tiempo, la escasa producción que podía disfrutarse como single malt era la que lograban apartar algunos embotelladores independientes.
Por lo que he indagado por ahí, fue en 1994 cuando se empezó a comercializar embotellado por la propia marca. Así pues, otro ejemplo más (hubo muchos casos) de destilería que decidió enrolarse en la tendencia que germinó a final del pasado siglo XX, de lanzarse a la comercialización directa de su malta. Desde entonces, eso sí, su calidad, sus singulares etiquetados y la peculiar forma de sus botellas, le hicieron ganarse una reputación que la ha colocado en una posición de relevancia en el mercado internacional, tanto en prestigio como en amplitud de presencia.
Entre sus características de proceso productivo cabe subrayar una firme apuesta por las barricas de sherry jerezanas, una destilación lenta, y el respeto al color natural, obtenido durante su crianza en barricas. Nada de añadidos que lo acentúen.
Recientemente, la destilería ha promovido una especie de obra de arte contemporánea en formato audiovisual. Han encargado la representación de su proceso de elaboración, y de múltiples datos que dicho proceso genera, al artista Xavi Tribó, para que los interprete convirtiéndolos en imágenes, utilizando un algoritmo. Todo ello combinado con música de Steven Crichton. ¿El resultado?... peculiar. Se trata de algo muy conceptual, lo cual no debería de extrañarnos habiendo sido creado por un denominado “artista de datos”.
No he dado con la "obra" completa, pero al final de este corto video, se puede apreciar parte del trabajo.
El característico diseño de su botella parece gustarnos a todos (a nivel global), y su atribución no está exenta de cierta polémica. Alguien que trabajó en ello asegura que, originalmente, fue obra de la firma Blackburn’s, siendo posteriormente retocada ligeramente en Holmes and Marchant, donde además se le aplicaron cambios de etiquetado.
Con la pandemia castigándonos reiteradamente, resulta demasiado aventurado pensar en qué ocurrirá con la próxima Nochevieja. Si podremos salir de casa o no, y si en el caso de que sí, se reedite la fiesta en la mansión costera. Ya veremos. Me gustaría. Y confío en que, en tal caso, pueda volverme a encontrar con este u otro whisky de malta de su misma categoría. ¡Gracias queridos anfitriones! Siempre es un placer acudir a vuestras citas.