Su destilería de procedencia, “Banff”, se encontraba situada cerca de Banff, en la desembocadura del río Deveron. Hue creada en 1824, cambió de propietarios en 1832 y fue reconstruida, en un lugar diferente, en 1863, por James Simpson. En el nuevo emplazamiento también había habido una destilería previamente, desde 1834. Este dato de su instalación definitiva (en 1863) ya me vincula emocionalmente con el whisky, al haberse producido un siglo antes de mi nacimiento. A lo largo de su historia, el complejo productivo sufrió algunas calamidades. Primero un incendio (algo que encontramos con excesiva frecuencia en la historia de bastantes destilerías) del que fue reconstruida en 1877. Y mucho después, tuvo daños como consecuencia de un bombardeo durante la II Guerra Mundial. Pese a su capacidad de supervivencia se cerró definitivamente en 1983. Siendo desmantelada, por lo que su final puede considerarse definitivo. Jamás embotelló su whisky para ser comercializado como Single Malt, sino que se producía para elaborar blended para Slater Rodger. Así que, el escaso single malt existente siempre vino de la mano de parcas partidas gestionadas por embotelladores independientes. Fin de la historia.
No. Resulta que alguna de aquellas compañías independientes tuvo la singular idea de comercializar una gama de whiskies de malta denominada “Silent Stills” (alambiques silenciados). En ella incluía todos aquellos maltas que conseguía adquirir en toneles procedentes de destilarías que ya no existen. Una especie de colección de curiosidades. Hace muchos años, un familiar me quiso dar una sorpresa regalándome una botella, pensando que yo había nacido en 1966. Aunque se equivocó rejuveneciéndome tres años, le agradecí enormemente tan original detalle. Un estuche traía una botella de tamaño estándar, otra en miniatura que pienso conservar sin abrir durante muchos años (ya tiene 54 años) y un disco de madera, recortado del tonel del que había sido extraído el whisky y pintado, en su parte superior, con algunas referencias de su origen. Toda una rareza.
Con el tiempo me lo fui bebiendo. Y cuando he visto que la botella estaba ya casi vacía, decidí hacer una “recata” para escribir algo al respecto. No había que dejar pasar la oportunidad, y que tan singular ejemplar se quedara en el olvido. Recuerdo que me lo tomé coincidiendo con la visita de la ciclogénesis explosiva de Alex. El color era muy oscuro. “Amontillado” o anterior por debajo. Presentaba un aroma a “destilería”, pero no fuerte. Poco alcohólico, salvo que insistieras con varias respiraciones seguidas. Un poco a “estancias” decadentes, pero no mohosas ni húmedas.
El sabor me pareció como “mistelado”. Licoroso, aunque no dulzón sino añejo. En cualquier caso, difícil de identificar, pero tirando a simple y claramente amargo una vez tragado. El whisky resultaba bastante ardiente en boca, lo cual no es una cualidad positiva. Potente, no de los que más, pero mucho, aunque nada ahumado. Y presentaba un final muy amargo y de duración media-larga. Recuerdo que no me apasionó la primera vez que lo probé, ni las restantes excepcionales ocasiones. Tampoco en esta despedida. Aunque siempre lo disfruté algo.
¿Eso es todo?. Pues resulta que no, que el whisky ofrece más. Cuando me despedí de él lo hice tomando notas para esta “cata” y sentándome después a leer un peculiar libro sobre naturaleza, ecología y jardines, escrito desde un delirante punto de vista filosófico y sociológico. El texto requería atención y concentración, actitudes que no significan lo mismo. El caso es que, sumido en la lectura y el laborioso trabajo de tratar de desentrañar las ideas que el autor exponía, un final muy delicado pero persistente y agradable (incluso elegante por discreto y estable) seguía ahí, en tercer o cuarto plano. Tiempo y tiempo. Acompañándome de modo muy agradable. Toda una sorpresa. Por otro lado, dejándole tiempo al vaso, a los restos que reposaban en él. El recuerdo me invitó a nuevos sorbos. Pequeños. Nada egoístas. Y el whisky, algo que no siempre sucede, seguía siendo bienvenido. Vamos, que era de esos que no cansan por acumulación, sino que pueden acompañar durante algunas horas. Dos cualidades finales que muchas veces se escapan de las catas estandarizadas, y en las que en este ejemplar “perdido” se manifestaban como sus más valiosos atributos.
Jackson, en su prestigiosa guía, le asignó una discreta calificación de 66. Un aprobado holgado. En su caso se trataba de una “cosecha” de 1974. La mía fue anterior. Además, estoy seguro, no le sometió a la prueba de “la lectura”. En cualquier caso, releídos mis comentarios, parece que coincidimos en la evaluación global. Y es que su valor reside, sobre todo, en su singularidad en vías de extinción.