Pese a que la historia del origen
del whisky es incierta, la mayoría de las teorías lo relacionan con un doble
factor: geográfico y estamental. La localización se presupone en Irlanda, isla
que durante algunos siglos fue considerada como productora preferente de whisky
(en cantidad y calidad). Desde allí pasó a la cercana Escocia, y parece que lo
hizo de la mano del clero. De los monjes que cruzaron el mar hacia el este con
intenciones evangelizadoras, sin abandonar sus labores ni sus conocimientos.
Entre ellos la costumbre de elaborar “aqua vitae” (agua de vida), Uisge Beatha,
en gaélico. Parece que con aquellos monjes llegó la destilación a Escocia
donde, con el paso del tiempo, cuajó de tal manera, que es a este territorio al
que definitivamente ha quedado asociada la producción del whisky a ojos de la
mayor parte del planeta.
De todos es conocida la tradición
productora de diferentes tipos de alimentos por parte de diversas órdenes
monacales. Ya sean mojas o monjes, son muchos los monasterios que a lo largo de
la historia han alcanzado gran reputación en la elaboración de quesos,
chocolates… y, curiosamente, bebidas alcohólicas. Vinos, cervezas y licores.
Así que no tiene por qué extrañarnos que, respecto al whisky, fueran ellos los
precursores. Por poner un ejemplo cercano, sendos monesterios cistercienses de
La Trapa se especializaron en deliciosos productos bastante conocidos en mi
entorno geográfico: el queso de Cóbreces (Cantabria) y el chocolate de La Trapa
(fundado originalmente por ellos en 1891). El “labora”, junto con el “ora”,
formaba parte del disciplinado régimen de vida del clero enclaustrado. Y
mientras algunos monasterios se dedicaban a un trabajo agrícola más genérico, y
otros al estudio y al quehacer amanuense de los códices, algunos se emplearon
bastante a fondo en especialidades como las mencionadas.
El asunto de los monjes se me
antoja como una temática constante que ha sobrevivido agazapada (o no tanto, en
función de las épocas) desde el cristianismo más primitivo, y que permanece
vigente hoy en día, despertando, cuando menos, el interés y la curiosidad
eventual de algunos intelectuales y de mucha gente corriente. Una especie de
atención subyacente que no tiene por qué tener un fundamento religioso ni
vocacional. Prueba de ello es que el retiro temporal voluntario a un monasterio
ha acabado convertido en una posibilidad relativamente común para personas
laicas, dentro del amplio abanico de motivos vacacionales, de desconexión,
huida, descanso, estudio, crisis existencial, etc. Considerar que todo esto es
un fenómeno propio únicamente de la religión cristiana y de la civilización
occidental, apunta a una ceguera cultural evidente. Desde los lamas hasta
diferentes tipos de monjes nipones o de diversos territorios y creencias de
Asia, el planeta da muestras del proceder congregacional por gran parte de su
territorio. Curiosamente, no nos extraña en absoluto ver que algunas
celebridades, años después de abandonar (o no haber pasado nunca por)
confesiones religiosas occidentales, abrazan entusiasmados credos, dinámicas o
costumbres orientales con fuerte fundamentación monacal.
Lejos de sentir el más mínimo impulso
de aproximación a formar parte de comunidad alguna (ni ideológica, ni religiosa,
ni futbolística… ¡ni de vecinos!), sí reconozco que el fenómeno del monacato me
ha despertado siempre cierta curiosidad e incluso, de alguna manera, hasta una
extraña simpatía. Disfruté de joven con la lectura del “Nombre de la Rosa”. He
peregrinado (y escrito sobre ello) siguiendo, de alguna manera, la pista del Beato
de Liébana. Disfruto visitando monasterios (como los del Penedés) o las ruinas
de algunos de ellos. No es que este sea un tema que ande yo buscando, pero,
cuando lo encuentro cerca, si tiene algo que aportar (histórico, cultural,
artístico, etc.) me aproximo a él. Es lo que me acaba de pasar con unas
lecturas recientes. La culpa la tiene ELBA. No la isla, sino la editorial, la
cual creo, sí que hace honor a la isla con su nombre. La responsable de esta
editorial es una esbelta mujer mediterránea de mi generación. Ama las islas de
ese mar, así como su cultura y el poder perderse nadando en sus aguas. Lo sé
porque la conozco. Hemos hablado alguna vez y hemos intercambiado
correspondencia a la antigua usanza. Electrónicamente, pero con generosidad,
amplitud y fundamento. Por eso sé que se trata de una mujer muy culta que,
además de ser feliz paseando dentro de cualquier bosque de hayas, ha apostado
por una línea editorial divergente que incluye ensayos sobre arte, jardines,
escritores que viajan, etc.
Uno de sus títulos más recientes
es “Sabiduría monástica”, de Hugh Feiss (un monje benedictino actual). El
autor, profesor, traductor y estudioso del asunto monástico, además de
ejercerlo, trata en su ensayo de mostrar al lector, sea este creyente o no, el
significado del monacato. Lo hace a través de algunas explicaciones suyas, y
ordenando múltiples citas ajenas, ubicándolas en los diferentes capítulos en
los que él va organizando el conjunto. Lo bueno es que el origen de las citas
abarca un amplio espectro de autorías que van desde el cristianismo más
primitivo hasta el presente más actual. No es un libro especialmente ameno, ni
tan cercano al laicismo como el autor sugiere, pero, además de ilustrativo
sobre ese mundo tan ajeno a la mayoría de nosotros, ofrece bastantes reflexiones
francamente interesantes. A continuación, voy a incorporar algunos ejemplos
ordenados cronológicamente, pero en sentido inverso, los más antiguos al final.
«El derroche no es una virtud
benedictina. La obsolescencia programada no es un objetivo benedictino. Usar y
tirar no es una cualidad benedictina. Un alma benedictina es un alma que cuida
de las cosas […] y “trata todos los útiles y bienes del monasterio como si
fueran vasos sagrados del altar”». Sor Joan Chittister (1936), monja
benedictina estadounidense, escritora, activista social y periodista. Aquí hace
referencia directa a la Regla de San Benito.
«Vivir en comunión, en genuino
diálogo con los demás, es absolutamente necesario si el hombre ha de seguir
siendo humano. Pero vivir en medio de los demás, sin compartir nada con ellos
aparte del ruido común y la distracción general, aísla a un hombre de la peor
manera, lo separa de la realidad de forma casi indolora».
«El sentido del desapego monástico –
que exige un auténtico sacrificio – es sencillamente que el monje quede sin
cargas, con libertad de movimientos, en posesión de sus sentidos espirituales y
de su sano juicio, capaz de vivir una vida carismática con libertad de
espíritu».
«La necesidad de una cierta distancia
respecto al mundo no hace que el monje ame menos el mundo. Ni tampoco significa
que no tenga contacto con el mundo exterior. Desde luego, la comunidad
monástica tiene el derecho y el deber de crear cierta soledad para los monjes:
no es pecado vivir una vida silenciosa. Pero al mismo tiempo la comunidad
monástica debe a los demás la posibilidad de participar en esa calma y esa
soledad».
«[Hablando de su afinidad con Albert
Camus, Merton dice que le resulta fácil adoptar el punto de vista del
escritor:] el de un hombre que ama el mundo, pero a la vez se mantiene alejado
de él, dotado de una objetividad crítica que se niega a implicarse en sus modas
transitorias y sus absurdidades más obvias».
Las cuatro citas anteriores son de
Thomas Merton (1915-1968). Merton fue el principal escritor monástico del siglo
XX. Las cuatro citas tienen que ver con el retiro en el sentido de búsqueda de
espacio personal o comunitario reducido, en el que poder pensar huyendo de
distracciones, especialmente las de corto alcance humanístico. Como nos sugiere,
nada de ello permite ni justifica eludir la preocupación por el mundo y la
humanidad.
«[Quedarse tranquilamente en el cuarto
de uno] no está entre los placeres que encuentro empalagosos una vez se
alcanzan, aunque fueran deseables antes de ser poseídos. La habitación se
percibe de dos formas, dependiendo del modo de vida de la persona que vive en
ella. Para las personas carnales es un entorno hostil, mientras que para las
personas espirituales es un entorno agradable. Es una cárcel para la carne y un
paraíso para la mente». Pierre de Celle (1115-1183). Quién así se
expresaba fue un monje francés que ejerció como abad durante gran parte de su
vida. El concepto de “habitación” me parece especialmente interesante si
recordamos las conocidas alusiones a la “habitación propia” de la escritora
Virginia Wolf.
«Uno de los sucesores inmediatos de
Pacomio formuló un principio que es aplicable en la mayoría de los contextos
eclesiásticos: si alguien desea el poder, probablemente a esa persona no hay
que darle autoridad». Hugh Feiss, refiriéndose a Pacomio (292-346),
un hombre que primero fue anacoreta en Egipto, y más tarde desarrolló una gran
actividad como fundador y gestor de monasterios. Personalmente voy más allá a
la hora de pensar sobre esta cita, pues considero que hay otros contextos,
especialmente el político, en los que la sentencia sería tanto o más aplicable
por el bien de todos.
«Abba Antonio dijo que venía un tiempo
en que los hombres enloquecerían, un tiempo en que, si veían a alguien que no
estuviera loco, lo atacarían y le dirían: “Estás loco porque no eres como
nosotros”». Antonio (251-356), Dichos. La vida de Antonio y sus sentencias
provienen de tres fuentes documentales antiguas. Vivió la mayor parte de su
vida en el desierto egipcio y promulgó un modelo de retiro claramente ascético.
Casi dos milenios después, su frase cobra sentido como advertencia ante todo
tipo de discriminación, enconamiento de ideas, tiranía de las modas,
incomprensión de otros estilos de vida, etc.
Tanto o más educativo y, desde
luego, mucho más ameno y entretenido me ha resultado la lectura de “Un tiempo
para callar”, de Patrick Leigh Fermor. Curiosamente, tengo entendido que uno de
los primeros títulos publicados por ELBA. El autor es un escritor de lo más
recomendable, de esos que integran contenido y continente de forma magistral.
El libro, que es breve, se ve ligeramente expandido con un prólogo que merece
mucho la pena, escrito por su traductora Dolores Payás. El autor explica su
experiencia en tres estancias y una visita a varios monasterios bastante
diferentes entre sí: dos benedictinos, otro en el que se seguía la regla de la
Estricta Observancia de la Gran Trapa, y una vista casi turística a los
antiguos monasterios abandonados de Capadocia. Sin ser religioso, Fermor no
sólo elige voluntariamente estas permanencias temporales con los monjes, sino
que además demuestra un gran interés por su modo de vida, la historia de cada
monasterio y un profundo respeto hacia la opción elegida por sus protagonistas.
También propongo algunos extractos de su texto. Son amplios, pero creo que
merecen la pena, no sólo por lo que contienen de modo directo, sino por la
verdadera empatía y reconocimiento que el escritor (no creyente) demuestra en
ellos.
«Mis primeros sentimientos en
el monasterio cambiaron: dejé de sentirme rodeado por una sensación de muerte
inminente, aprisionado por error en una catacumba. Creo que el cambio debió acontecer
después de unos cuatro días. La impresión de abandono persistió aún un tiempo;
son los sentimientos de soledad y apatía que acompañan siempre la transición de
los excesos urbanos a una vida de rústica soledad. Aquí, en la abadía, en un
entorno totalmente extraño, este deprimente paso fronterizo se extendía y
magnificaba. Uno tiende a asumir la idea de una vida monástica como un fenómeno
que siempre ha existido, para apartarlo luego de la mente sin posterior
análisis o comentarios; sólo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede
llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que
llevamos. Los dos modos de vida no tienen una sola característica común; y los
pensamientos, ambiciones, sonidos, luz, tiempo y humor que envuelven a los
habitantes del claustro no sólo son distintos a todo a lo que uno está
habituado sino que, curiosamente, parecen su opuesto exacto. El periodo de
tiempo durante el cual los parámetros normales se van desvaneciendo y el mundo
extraño y nuevo se convierte en realidad es lento y, al principio, agudamente
doloroso».
«Después de un postulado de fe,
sin el cual la vida de un monje sería una farsa intolerable, el factor
dominante de la existencia monástica es la creencia en la necesidad y la
eficacia de la plegaria; y no se pueden comprender las bases del monacato sin
antes captar la relevancia que este principio – tan claramente alejado de
cualquier tendencia del pensamiento moderno secular – tiene para los monjes que
lo practican. Esto resulta aún más cierto en las órdenes contemplativas, como
los benedictinos, cartujos, carmelitas, cistercienses, camaldulenses y
silvestrinos; pues las otras – franciscanos, dominicos o jesuitas – son
hermandades organizadas para la acción. Viajan, enseñan, predican, convierten,
gestionan, hacen planes, consuelan y atienden; y los resultados concretos que
obtienen los convierten, si no en automáticamente admirables, al menos en
comprensibles para el espíritu moderno. Consiguen resultados, cumplen con lo
prometido. Pero (pregunta el espíritu moderno), ¿qué bien hacen los otros,
enclaustrados en monasterios lejos de todo contacto con el mundo? Si la verdad
del cristianismo y la eficacia de la plegaria se descartan por falta de
fundamento, entonces la respuesta es: no más que cualquier ser humano
bondadoso, que no signifique (porque se basta a sí mismo) una carga económica
para la sociedad, no dañe a nadie y respete a su prójimo. Pero si se admitieran
los dos principios antes expuestos – y muy en particular el último, pues se
relaciona directamente con este asunto -, entonces su poder para hacer el bien
es incalculable».
«Sus valores han permanecido
inalterables mientras que los del mundo han pasado por cambios caleidoscópicos.
Resulta curioso escuchar las exclamaciones de escarnio dirigidas a la vida
monástica en las voces de aquellos que, desde el mundo exterior, se
metamorfosean año tras año. No importa cuáles sean las opiniones que uno tenga
respecto a la verdad o falacia de la religión cristiana, ¡cuán superficiales
resultan estas acusaciones de hipocresía, pereza, egoísmo y evasión! La vida de
los monjes transcurre en el esfuerzo y en un estado de pura y ardiente
convicción para los cuales jamás hay reposo; y después de todo, ningún hombre
vivo está en posición de asegurar si sus hipótesis son verdaderas o falsas. Han
abjurado de los placeres y gratificaciones de un mundo cuyos valores consideran
irrisorios y sólo ellos, como comunidad, se han enfrentado al aterrador
problema de la eternidad, abandonando todo lo demás para ayudar a sus
congéneres y a sí mismos a reunirse con ella».
«El secreto de la vida
monástica, esa completa abdicación personal y encumbramiento de la voluntad de
Dios que resuelve todos los problemas y conflictos y transforma una vida de
agudos padecimientos externos en otra de paz y alegría, es algo que muy pocos
ajenos al claustro pueden comprender de una forma completa».
«Después de haber descrito,
casi como un escéptico abogado del diablo, mucho de lo malo que hubo en los
periodos de declive monástico, me resulta grato contemplar este moderno
riachuelo que proviene del antiguo río monástico; un afluente muy cercano en
espíritu a la cristalina nitidez de sus primeros logros y que el monacato
occidental, tras un largo y tortuoso trayecto lleno de bancos de arena,
torrentes y remolinos, ha recuperado en todas partes».
«[Refiriéndose a San Basilio
(siglo IV)]. Hay un sentimiento de humanidad y simplicidad en sus escritos, una
ausencia de fanatismo que parece soplar como un viento amable desde esas
tierras de olivo, tamarindo y lentisco; agita suavemente la superficie de la
mente para luego dejarla silenciosa y en calma. Y mientras la luz del día se
desvanece en estos nórdicos campos de heno, es una bendición similar, una
antigua sabiduría que exorciza la memoria de tantos siglos de conflictos y
derramamientos de sangre, la que trae su mensaje de tranquilidad para acallar
la mente y recomponer el espíritu».
El azar quiso que entre la
lectura del libro de Feiss y la del de Fermor me enterase de la existencia de
una exposición temporal de pintura en la ciudad. Se trataba de una muestra
monográfica sobre retratos y escenas monásticas. El pintor, Indalecio Sobrino,
había pasado, al igual que el anterior escritor, algunos periodos de tiempo en
un monasterio, estudiando la vida y costumbres de los monjes y, sobre todo, la
luz de sus escenarios cotidianos. El resultado es magnífico. El artista lleva
una larga carrera pintando personas. Actores de cine, toreros, músicos, gente
de la calle y ballets. No parece pues descabellado que también él sintiera esta
llamada de curiosidad e interés de la que venimos hablando y de la que las
citas de Patrick Leigh Fermor han dejado tan evidente muestra. Ahora sí que es
tiempo para callar y… contemplar.
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Lamentablemente la iluminación de la sala y la disposición de algunos de los lienzos dificultaban mucho su captación con el teléfono móvil. Estas fotos están muy lejos de la calidad de los cuadros. |
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Esta obra era espectacular, pero con la cámara costaba evitar los reflejos. |
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Momento del “ora”. Difícil de captar su nitidez, cada rostro era un magnífico retrato. |
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Tiempo para el “labora”. |
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Este cuadro lo incluyo como homenaje personal a ELBA. Durante siglos los monasterios han sido conservadores y promotores del libro, los códices, etc. |
Tras tan larga digresión
monástica, es momento de regresar a la bebida. Históricamente, ya en tierras
escocesas, el primer documento escrito en el que se tiene constancia de la
elaboración de whisky dice algo así como «Para el Hermano John Cor, por
orden del Rey, para hacer aqua vitae a partir de VIII “Bolls” (unos 24,5 kg
cada uno) de malta». El monje en cuestión vivía en la Abadía Lindores, en
Fife, en el siglo XV. El citado rey era Jaime IV. El documento data de 1494.
Una prueba más de esa aludida relación entre los monjes como pioneros en la
elaboración de whisky. Y quizá todo ello es lo que motivó la creación del
whisky sobre el que, finalmente, va todo este asunto. El Ye Monks.
Se trata de un prestigioso
blended que, tras décadas de ensayos, se comercializó por primera vez en
Edimburgo en 1893. Las cifras de los diferentes tipos de maltas empleados en su
mezcla parten de un mínimo de cuarenta en función de cada fuente. Aunque todas
ellas, en la red, parecen aportaciones de información muy secundarias. La firma
responsable de su producción fue Donald Fisher Ltd. Presentándolo como un
tributo a los primeros destiladores, los monjes. Aparte de por su calidad, este
whisky se hizo famoso por estar “embotellado” en una jarra de cerámica del
color del barro cocido, aunque en algunas épocas ha sobrevivido en una versión
en botella.
A mis manos llegó uno de esos canecos
que, aunque abierto anteriormente (el tapón venía con sello de lacre), contenía
todavía la mayor parte de su volumen llena del whisky original. Me lo regaló un
miembro del Clan Pagüenzo tras habérselo encontrado en una limpieza a fondo de
la antigua casa de sus padres. Por el aspecto, modelo e información de algunas
de sus pegatinas, la unidad parece corresponder a la década de los años
setenta. Una importación de la época. El recipiente conserva restos del lacrado
protector, así como un lazo de sujeción del tapón. Viene dentro de una caja de
cartón que, a pesar de haber quedado ligeramente apagada en la intensidad de
sus colores, propone unos bonitos dibujos alusivos al monacato que inspira a
este whisky. Como anécdota, señalar que hasta el cartón de la caja es “made in
Scotland”.
Estamos ante la mejor versión de
un “incunable” histórico del whisky escocés: la “De Luxe” del Ye Monks. Al no
estar envasado en botella, su color no es detectable hasta el momento de la
decantación en el vaso. Una vez servido es de difícil calificación, pero más
bien oscuro. Pudiera ser entre “amontillado” y “cobre”, tal vez un poco más
claro, dependerá bastante de la luz reinante en el ambiente y de carta de colores
empleada.
En cuanto a su “nariz”, ofrece un
aroma intenso. Llega sin necesidad de esforzarse en olfatearlo, pero no es nada
agresivo, promete. Y con el sabor vemos cumplida la promesa porque es muy rico
y equilibrado. Placentero. Tras el primer trago, apetece saborear por donde ha
pasado. En cuanto a su final, es cálido pero nada agresivo, algo muy de
agradecer. De todas formas, no demasiado duradero una vez pasado un rato.
Para escribir esto, probé el Ye
Monks por segunda vez. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez, cuando
me lo regalaron, y no recordaba bien sus peculiaridades, aunque sí que me había
sorprendido muy gratamente. Ahora se confirmaba aquella primera impresión. De
nuevo me gustó mucho. Creo que es el mejor blended que recuerdo haber probado,
y me parece superior a algunos maltas. ¡Buen trabajo! Si los monjes productores
de la historia han sabido lo que se hacían en cuestión de vinos, cervezas, quesos,
chocolates, etc. En Donald Fisher Ltd. Se pusieron a la altura para
homenajearlos.