lunes, 11 de diciembre de 2023

RUTA M-5 (Tomo I): Malt Whisky

Hace un par de años, aproximadamente, un amigo escritor me preguntó que si en aquel momento estaba escribiendo algún libro. No era el caso, y así se lo confirmé. Entonces, él me animó a ponerme con otro (ya había escrito algunos ensayos). Le contesté que, seguramente, no tardaría en empezar, pero que, acostumbrado él a mis temáticas deportivas, se sorprendería si me viera terminar un ensayo sobre whisky. Desde entonces hasta ahora, en medio, se coló un libro de viajes. Pero ahora, por fin, sí que he publicado un ensayo sobre whisky, pero que es, además, también un libro de viajes.


El título debe explicarse. Llevo tiempo metido en faena con una obra algo ambiciosa. Se trata de una colección de libros de viajes, organizada en cinco tomos correspondientes a otros tantos destinos o temas de interés. La he denominado Ruta M-5 porque cada tomo, empieza por la letra M. El primero, que es el que aquí presento es Malt Whisky. El resto empezarán por Me, Mi, Mo y Mu. Esta primera entrega es, simultáneamente, un ensayo sobre el whisky de malta y un compendio de libro de viajes a Escocia.

Desde un punto de vista conceptual, el ensayo incorpora algo de historia del whisky de malta, información sobre su elaboración, zonas de producción, anécdotas y cultura asociada a tan admirada bebida. El texto está aderezado con algunas citas y cierta carga bibliográfica seleccionada. Es un ensayo más cultural que técnico o gastronómico, aunque de todo tiene un poco, incluidos algunos tragos que salpican el discurso aquí o allá.

En lo que se refiere a los viajes, aparecen varios. Dos son propios: sendos itinerarios por Escocia separados por un lapso de 25 años entre sí. El primero de ellos fue en abril, pero con la atmósfera invernal que nos aportó una ola de frío polar en Europa. Nuestro destino preferente fue el Speyside y gran parte de las Highlands (orientales y occidentales), además de Edimburgo. El segundo, también incluyó Edimburgo, pero se centró, especialmente en Islay y Jura (islas Hébridas meridionales). Esta vez en otoño. En ambos periplos incorporamos unas cuantas visitas a destilerías de whisky de malta. Gracias al completo diario que escribí durante el primer viaje un cuarto de siglo atrás, y a las recientes anotaciones tomadas durante el segundo, he podido redactar una amena adaptación publicable a modo de diario de viaje.

Sendos viajes se ven intencionadamente interrumpidos en algunos momentos por breves cuñas. Han sido extraídas de otros diarios de viaje completados, algunos siglos atrás, por viajeros mucho más ilustres. Desde un punto de vista de prestigio literario destacan los de el Doctor Johnson y su fiel amigo James Boswell, quienes viajaron juntos por similares parajes que yo, pero relataron su aventura por separado. También, por supuesto, he incluido citas e información aportadas por Alfred Barnard, a quien todos deberíamos considerar como el viajero del whisky por excelencia pues, a finales del siglo XIX, publicó un gran libro de viaje haciendo concienzudo inventario de las destilerías del Reino Unido, visitándolas absolutamente todas.

Este tomo, el primero de Ruta M-5, incluye también referencias y comentarios relativos a algunas figuras importantes de la literatura escocesa, o de otros escritores foráneos que han tenido algo que ver con el whisky. También se mencionan un puñado de películas de cine. El texto pretende marcar diferentes ritmos buscando resultar ameno. No sé si lo habré conseguido, espero que sí. En todo caso, no he renunciado a incorporar bastante carga cultural y geográfica, algo que para mí es importante en un buen relato de viajes.

Para mi personal concepción de lo que el Clan Pagüenzo representa o es (su esencia), un ensayo de estas características y contenido se hacía necesario. Una cosa es nuestro bagaje histórico como aficionados al whisky de malta, algo que los miembros del Clan conocemos de sobra y de lo que nos sentimos muy orgullosos. Pero otra bien distinta es lo que el exterior pueda interpretar sobre nuestro conocimiento, experiencia, grado de afición, trasfondo cultural, etc. De eso, cualquiera que visite nuestro blog puede llevarse una idea bastante aproximada, pero es que, en los tiempos que corren, demasiados estilos de navegación por internet se están convirtiendo en erráticos, sesgados, fugaces, poco o nada concentrados, muy desatentos y superficiales, etc. Sin embargo, ahora tenemos una referencia más. Un libro. Algo más sólido. Entre otras cosas porque, si alguien se acerca a un libro con interés, en la mayoría de los casos es para leerlo o, al menos, para consultarlo. Y este es el nuestro. Está ahí y, con o sin acierto, tiene contenido de interés y, confiamos en ello, sobradamente trabajado y muy diferenciado con respecto a el de la mayoría de los textos sobre whisky que circulan por el mercado (especialmente en español). No es que este libro trate sobre el Clan Pagüenzo, ¡no! Aparece mencionado, pero siempre más bien de pasada. Lo que hace es poner una pica (una obra propia, una referencia específica diferente) en el Flandes del whisky de malta como temática o asunto de interés.

El trabajo ya está hecho, ahí queda. Espero que satisfaga a las personas que se animen a leerlo. Que no serán muchas por que se trata de un tema menor, y porque ni el autor, ni el propio Clan Pagüenzo, tenemos apenas capacidad de difusión, promoción ni publicidad. Garantizo, eso sí, que quienes lo lean con un mínimo de interés, aun gustándoles más o menos, acabarán conociendo mejor el mundo del whisky de malta y, de paso, comarcas muy representativas de Escocia.

viernes, 3 de marzo de 2023

MONACATO

Pese a que la historia del origen del whisky es incierta, la mayoría de las teorías lo relacionan con un doble factor: geográfico y estamental. La localización se presupone en Irlanda, isla que durante algunos siglos fue considerada como productora preferente de whisky (en cantidad y calidad). Desde allí pasó a la cercana Escocia, y parece que lo hizo de la mano del clero. De los monjes que cruzaron el mar hacia el este con intenciones evangelizadoras, sin abandonar sus labores ni sus conocimientos. Entre ellos la costumbre de elaborar “aqua vitae” (agua de vida), Uisge Beatha, en gaélico. Parece que con aquellos monjes llegó la destilación a Escocia donde, con el paso del tiempo, cuajó de tal manera, que es a este territorio al que definitivamente ha quedado asociada la producción del whisky a ojos de la mayor parte del planeta.

De todos es conocida la tradición productora de diferentes tipos de alimentos por parte de diversas órdenes monacales. Ya sean mojas o monjes, son muchos los monasterios que a lo largo de la historia han alcanzado gran reputación en la elaboración de quesos, chocolates… y, curiosamente, bebidas alcohólicas. Vinos, cervezas y licores. Así que no tiene por qué extrañarnos que, respecto al whisky, fueran ellos los precursores. Por poner un ejemplo cercano, sendos monesterios cistercienses de La Trapa se especializaron en deliciosos productos bastante conocidos en mi entorno geográfico: el queso de Cóbreces (Cantabria) y el chocolate de La Trapa (fundado originalmente por ellos en 1891). El “labora”, junto con el “ora”, formaba parte del disciplinado régimen de vida del clero enclaustrado. Y mientras algunos monasterios se dedicaban a un trabajo agrícola más genérico, y otros al estudio y al quehacer amanuense de los códices, algunos se emplearon bastante a fondo en especialidades como las mencionadas.

El asunto de los monjes se me antoja como una temática constante que ha sobrevivido agazapada (o no tanto, en función de las épocas) desde el cristianismo más primitivo, y que permanece vigente hoy en día, despertando, cuando menos, el interés y la curiosidad eventual de algunos intelectuales y de mucha gente corriente. Una especie de atención subyacente que no tiene por qué tener un fundamento religioso ni vocacional. Prueba de ello es que el retiro temporal voluntario a un monasterio ha acabado convertido en una posibilidad relativamente común para personas laicas, dentro del amplio abanico de motivos vacacionales, de desconexión, huida, descanso, estudio, crisis existencial, etc. Considerar que todo esto es un fenómeno propio únicamente de la religión cristiana y de la civilización occidental, apunta a una ceguera cultural evidente. Desde los lamas hasta diferentes tipos de monjes nipones o de diversos territorios y creencias de Asia, el planeta da muestras del proceder congregacional por gran parte de su territorio. Curiosamente, no nos extraña en absoluto ver que algunas celebridades, años después de abandonar (o no haber pasado nunca por) confesiones religiosas occidentales, abrazan entusiasmados credos, dinámicas o costumbres orientales con fuerte fundamentación monacal.

Lejos de sentir el más mínimo impulso de aproximación a formar parte de comunidad alguna (ni ideológica, ni religiosa, ni futbolística… ¡ni de vecinos!), sí reconozco que el fenómeno del monacato me ha despertado siempre cierta curiosidad e incluso, de alguna manera, hasta una extraña simpatía. Disfruté de joven con la lectura del “Nombre de la Rosa”. He peregrinado (y escrito sobre ello) siguiendo, de alguna manera, la pista del Beato de Liébana. Disfruto visitando monasterios (como los del Penedés) o las ruinas de algunos de ellos. No es que este sea un tema que ande yo buscando, pero, cuando lo encuentro cerca, si tiene algo que aportar (histórico, cultural, artístico, etc.) me aproximo a él. Es lo que me acaba de pasar con unas lecturas recientes. La culpa la tiene ELBA. No la isla, sino la editorial, la cual creo, sí que hace honor a la isla con su nombre. La responsable de esta editorial es una esbelta mujer mediterránea de mi generación. Ama las islas de ese mar, así como su cultura y el poder perderse nadando en sus aguas. Lo sé porque la conozco. Hemos hablado alguna vez y hemos intercambiado correspondencia a la antigua usanza. Electrónicamente, pero con generosidad, amplitud y fundamento. Por eso sé que se trata de una mujer muy culta que, además de ser feliz paseando dentro de cualquier bosque de hayas, ha apostado por una línea editorial divergente que incluye ensayos sobre arte, jardines, escritores que viajan, etc.

Uno de sus títulos más recientes es “Sabiduría monástica”, de Hugh Feiss (un monje benedictino actual). El autor, profesor, traductor y estudioso del asunto monástico, además de ejercerlo, trata en su ensayo de mostrar al lector, sea este creyente o no, el significado del monacato. Lo hace a través de algunas explicaciones suyas, y ordenando múltiples citas ajenas, ubicándolas en los diferentes capítulos en los que él va organizando el conjunto. Lo bueno es que el origen de las citas abarca un amplio espectro de autorías que van desde el cristianismo más primitivo hasta el presente más actual. No es un libro especialmente ameno, ni tan cercano al laicismo como el autor sugiere, pero, además de ilustrativo sobre ese mundo tan ajeno a la mayoría de nosotros, ofrece bastantes reflexiones francamente interesantes. A continuación, voy a incorporar algunos ejemplos ordenados cronológicamente, pero en sentido inverso, los más antiguos al final.

«El derroche no es una virtud benedictina. La obsolescencia programada no es un objetivo benedictino. Usar y tirar no es una cualidad benedictina. Un alma benedictina es un alma que cuida de las cosas […] y “trata todos los útiles y bienes del monasterio como si fueran vasos sagrados del altar”». Sor Joan Chittister (1936), monja benedictina estadounidense, escritora, activista social y periodista. Aquí hace referencia directa a la Regla de San Benito.

«Vivir en comunión, en genuino diálogo con los demás, es absolutamente necesario si el hombre ha de seguir siendo humano. Pero vivir en medio de los demás, sin compartir nada con ellos aparte del ruido común y la distracción general, aísla a un hombre de la peor manera, lo separa de la realidad de forma casi indolora».

«El sentido del desapego monástico – que exige un auténtico sacrificio – es sencillamente que el monje quede sin cargas, con libertad de movimientos, en posesión de sus sentidos espirituales y de su sano juicio, capaz de vivir una vida carismática con libertad de espíritu».

«La necesidad de una cierta distancia respecto al mundo no hace que el monje ame menos el mundo. Ni tampoco significa que no tenga contacto con el mundo exterior. Desde luego, la comunidad monástica tiene el derecho y el deber de crear cierta soledad para los monjes: no es pecado vivir una vida silenciosa. Pero al mismo tiempo la comunidad monástica debe a los demás la posibilidad de participar en esa calma y esa soledad».

«[Hablando de su afinidad con Albert Camus, Merton dice que le resulta fácil adoptar el punto de vista del escritor:] el de un hombre que ama el mundo, pero a la vez se mantiene alejado de él, dotado de una objetividad crítica que se niega a implicarse en sus modas transitorias y sus absurdidades más obvias».

Las cuatro citas anteriores son de Thomas Merton (1915-1968). Merton fue el principal escritor monástico del siglo XX. Las cuatro citas tienen que ver con el retiro en el sentido de búsqueda de espacio personal o comunitario reducido, en el que poder pensar huyendo de distracciones, especialmente las de corto alcance humanístico. Como nos sugiere, nada de ello permite ni justifica eludir la preocupación por el mundo y la humanidad.

«[Quedarse tranquilamente en el cuarto de uno] no está entre los placeres que encuentro empalagosos una vez se alcanzan, aunque fueran deseables antes de ser poseídos. La habitación se percibe de dos formas, dependiendo del modo de vida de la persona que vive en ella. Para las personas carnales es un entorno hostil, mientras que para las personas espirituales es un entorno agradable. Es una cárcel para la carne y un paraíso para la mente». Pierre de Celle (1115-1183). Quién así se expresaba fue un monje francés que ejerció como abad durante gran parte de su vida. El concepto de “habitación” me parece especialmente interesante si recordamos las conocidas alusiones a la “habitación propia” de la escritora Virginia Wolf.

«Uno de los sucesores inmediatos de Pacomio formuló un principio que es aplicable en la mayoría de los contextos eclesiásticos: si alguien desea el poder, probablemente a esa persona no hay que darle autoridad». Hugh Feiss, refiriéndose a Pacomio (292-346), un hombre que primero fue anacoreta en Egipto, y más tarde desarrolló una gran actividad como fundador y gestor de monasterios. Personalmente voy más allá a la hora de pensar sobre esta cita, pues considero que hay otros contextos, especialmente el político, en los que la sentencia sería tanto o más aplicable por el bien de todos.

«Abba Antonio dijo que venía un tiempo en que los hombres enloquecerían, un tiempo en que, si veían a alguien que no estuviera loco, lo atacarían y le dirían: “Estás loco porque no eres como nosotros”». Antonio (251-356), Dichos. La vida de Antonio y sus sentencias provienen de tres fuentes documentales antiguas. Vivió la mayor parte de su vida en el desierto egipcio y promulgó un modelo de retiro claramente ascético. Casi dos milenios después, su frase cobra sentido como advertencia ante todo tipo de discriminación, enconamiento de ideas, tiranía de las modas, incomprensión de otros estilos de vida, etc.

Tanto o más educativo y, desde luego, mucho más ameno y entretenido me ha resultado la lectura de “Un tiempo para callar”, de Patrick Leigh Fermor. Curiosamente, tengo entendido que uno de los primeros títulos publicados por ELBA. El autor es un escritor de lo más recomendable, de esos que integran contenido y continente de forma magistral. El libro, que es breve, se ve ligeramente expandido con un prólogo que merece mucho la pena, escrito por su traductora Dolores Payás. El autor explica su experiencia en tres estancias y una visita a varios monasterios bastante diferentes entre sí: dos benedictinos, otro en el que se seguía la regla de la Estricta Observancia de la Gran Trapa, y una vista casi turística a los antiguos monasterios abandonados de Capadocia. Sin ser religioso, Fermor no sólo elige voluntariamente estas permanencias temporales con los monjes, sino que además demuestra un gran interés por su modo de vida, la historia de cada monasterio y un profundo respeto hacia la opción elegida por sus protagonistas. También propongo algunos extractos de su texto. Son amplios, pero creo que merecen la pena, no sólo por lo que contienen de modo directo, sino por la verdadera empatía y reconocimiento que el escritor (no creyente) demuestra en ellos.

«Mis primeros sentimientos en el monasterio cambiaron: dejé de sentirme rodeado por una sensación de muerte inminente, aprisionado por error en una catacumba. Creo que el cambio debió acontecer después de unos cuatro días. La impresión de abandono persistió aún un tiempo; son los sentimientos de soledad y apatía que acompañan siempre la transición de los excesos urbanos a una vida de rústica soledad. Aquí, en la abadía, en un entorno totalmente extraño, este deprimente paso fronterizo se extendía y magnificaba. Uno tiende a asumir la idea de una vida monástica como un fenómeno que siempre ha existido, para apartarlo luego de la mente sin posterior análisis o comentarios; sólo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que llevamos. Los dos modos de vida no tienen una sola característica común; y los pensamientos, ambiciones, sonidos, luz, tiempo y humor que envuelven a los habitantes del claustro no sólo son distintos a todo a lo que uno está habituado sino que, curiosamente, parecen su opuesto exacto. El periodo de tiempo durante el cual los parámetros normales se van desvaneciendo y el mundo extraño y nuevo se convierte en realidad es lento y, al principio, agudamente doloroso».

«Después de un postulado de fe, sin el cual la vida de un monje sería una farsa intolerable, el factor dominante de la existencia monástica es la creencia en la necesidad y la eficacia de la plegaria; y no se pueden comprender las bases del monacato sin antes captar la relevancia que este principio – tan claramente alejado de cualquier tendencia del pensamiento moderno secular – tiene para los monjes que lo practican. Esto resulta aún más cierto en las órdenes contemplativas, como los benedictinos, cartujos, carmelitas, cistercienses, camaldulenses y silvestrinos; pues las otras – franciscanos, dominicos o jesuitas – son hermandades organizadas para la acción. Viajan, enseñan, predican, convierten, gestionan, hacen planes, consuelan y atienden; y los resultados concretos que obtienen los convierten, si no en automáticamente admirables, al menos en comprensibles para el espíritu moderno. Consiguen resultados, cumplen con lo prometido. Pero (pregunta el espíritu moderno), ¿qué bien hacen los otros, enclaustrados en monasterios lejos de todo contacto con el mundo? Si la verdad del cristianismo y la eficacia de la plegaria se descartan por falta de fundamento, entonces la respuesta es: no más que cualquier ser humano bondadoso, que no signifique (porque se basta a sí mismo) una carga económica para la sociedad, no dañe a nadie y respete a su prójimo. Pero si se admitieran los dos principios antes expuestos – y muy en particular el último, pues se relaciona directamente con este asunto -, entonces su poder para hacer el bien es incalculable».

«Sus valores han permanecido inalterables mientras que los del mundo han pasado por cambios caleidoscópicos. Resulta curioso escuchar las exclamaciones de escarnio dirigidas a la vida monástica en las voces de aquellos que, desde el mundo exterior, se metamorfosean año tras año. No importa cuáles sean las opiniones que uno tenga respecto a la verdad o falacia de la religión cristiana, ¡cuán superficiales resultan estas acusaciones de hipocresía, pereza, egoísmo y evasión! La vida de los monjes transcurre en el esfuerzo y en un estado de pura y ardiente convicción para los cuales jamás hay reposo; y después de todo, ningún hombre vivo está en posición de asegurar si sus hipótesis son verdaderas o falsas. Han abjurado de los placeres y gratificaciones de un mundo cuyos valores consideran irrisorios y sólo ellos, como comunidad, se han enfrentado al aterrador problema de la eternidad, abandonando todo lo demás para ayudar a sus congéneres y a sí mismos a reunirse con ella».

«El secreto de la vida monástica, esa completa abdicación personal y encumbramiento de la voluntad de Dios que resuelve todos los problemas y conflictos y transforma una vida de agudos padecimientos externos en otra de paz y alegría, es algo que muy pocos ajenos al claustro pueden comprender de una forma completa».

«Después de haber descrito, casi como un escéptico abogado del diablo, mucho de lo malo que hubo en los periodos de declive monástico, me resulta grato contemplar este moderno riachuelo que proviene del antiguo río monástico; un afluente muy cercano en espíritu a la cristalina nitidez de sus primeros logros y que el monacato occidental, tras un largo y tortuoso trayecto lleno de bancos de arena, torrentes y remolinos, ha recuperado en todas partes».

«[Refiriéndose a San Basilio (siglo IV)]. Hay un sentimiento de humanidad y simplicidad en sus escritos, una ausencia de fanatismo que parece soplar como un viento amable desde esas tierras de olivo, tamarindo y lentisco; agita suavemente la superficie de la mente para luego dejarla silenciosa y en calma. Y mientras la luz del día se desvanece en estos nórdicos campos de heno, es una bendición similar, una antigua sabiduría que exorciza la memoria de tantos siglos de conflictos y derramamientos de sangre, la que trae su mensaje de tranquilidad para acallar la mente y recomponer el espíritu».

El azar quiso que entre la lectura del libro de Feiss y la del de Fermor me enterase de la existencia de una exposición temporal de pintura en la ciudad. Se trataba de una muestra monográfica sobre retratos y escenas monásticas. El pintor, Indalecio Sobrino, había pasado, al igual que el anterior escritor, algunos periodos de tiempo en un monasterio, estudiando la vida y costumbres de los monjes y, sobre todo, la luz de sus escenarios cotidianos. El resultado es magnífico. El artista lleva una larga carrera pintando personas. Actores de cine, toreros, músicos, gente de la calle y ballets. No parece pues descabellado que también él sintiera esta llamada de curiosidad e interés de la que venimos hablando y de la que las citas de Patrick Leigh Fermor han dejado tan evidente muestra. Ahora sí que es tiempo para callar y… contemplar.

Lamentablemente la iluminación de la sala y la disposición de algunos de los lienzos dificultaban mucho su captación con el teléfono móvil. Estas fotos están muy lejos de la calidad de los cuadros.

Esta obra era espectacular, pero con la cámara costaba evitar los reflejos.

 

Momento del “ora”. Difícil de captar su nitidez, cada rostro era un magnífico retrato.

Tiempo para el “labora”.

Este cuadro lo incluyo como homenaje personal a ELBA. Durante siglos los monasterios han sido conservadores y promotores del libro, los códices, etc.
 

Tras tan larga digresión monástica, es momento de regresar a la bebida. Históricamente, ya en tierras escocesas, el primer documento escrito en el que se tiene constancia de la elaboración de whisky dice algo así como «Para el Hermano John Cor, por orden del Rey, para hacer aqua vitae a partir de VIII “Bolls” (unos 24,5 kg cada uno) de malta». El monje en cuestión vivía en la Abadía Lindores, en Fife, en el siglo XV. El citado rey era Jaime IV. El documento data de 1494. Una prueba más de esa aludida relación entre los monjes como pioneros en la elaboración de whisky. Y quizá todo ello es lo que motivó la creación del whisky sobre el que, finalmente, va todo este asunto. El Ye Monks.

Se trata de un prestigioso blended que, tras décadas de ensayos, se comercializó por primera vez en Edimburgo en 1893. Las cifras de los diferentes tipos de maltas empleados en su mezcla parten de un mínimo de cuarenta en función de cada fuente. Aunque todas ellas, en la red, parecen aportaciones de información muy secundarias. La firma responsable de su producción fue Donald Fisher Ltd. Presentándolo como un tributo a los primeros destiladores, los monjes. Aparte de por su calidad, este whisky se hizo famoso por estar “embotellado” en una jarra de cerámica del color del barro cocido, aunque en algunas épocas ha sobrevivido en una versión en botella.

A mis manos llegó uno de esos canecos que, aunque abierto anteriormente (el tapón venía con sello de lacre), contenía todavía la mayor parte de su volumen llena del whisky original. Me lo regaló un miembro del Clan Pagüenzo tras habérselo encontrado en una limpieza a fondo de la antigua casa de sus padres. Por el aspecto, modelo e información de algunas de sus pegatinas, la unidad parece corresponder a la década de los años setenta. Una importación de la época. El recipiente conserva restos del lacrado protector, así como un lazo de sujeción del tapón. Viene dentro de una caja de cartón que, a pesar de haber quedado ligeramente apagada en la intensidad de sus colores, propone unos bonitos dibujos alusivos al monacato que inspira a este whisky. Como anécdota, señalar que hasta el cartón de la caja es “made in Scotland”.



 

Estamos ante la mejor versión de un “incunable” histórico del whisky escocés: la “De Luxe” del Ye Monks. Al no estar envasado en botella, su color no es detectable hasta el momento de la decantación en el vaso. Una vez servido es de difícil calificación, pero más bien oscuro. Pudiera ser entre “amontillado” y “cobre”, tal vez un poco más claro, dependerá bastante de la luz reinante en el ambiente y de carta de colores empleada.

En cuanto a su “nariz”, ofrece un aroma intenso. Llega sin necesidad de esforzarse en olfatearlo, pero no es nada agresivo, promete. Y con el sabor vemos cumplida la promesa porque es muy rico y equilibrado. Placentero. Tras el primer trago, apetece saborear por donde ha pasado. En cuanto a su final, es cálido pero nada agresivo, algo muy de agradecer. De todas formas, no demasiado duradero una vez pasado un rato.

Para escribir esto, probé el Ye Monks por segunda vez. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez, cuando me lo regalaron, y no recordaba bien sus peculiaridades, aunque sí que me había sorprendido muy gratamente. Ahora se confirmaba aquella primera impresión. De nuevo me gustó mucho. Creo que es el mejor blended que recuerdo haber probado, y me parece superior a algunos maltas. ¡Buen trabajo! Si los monjes productores de la historia han sabido lo que se hacían en cuestión de vinos, cervezas, quesos, chocolates, etc. En Donald Fisher Ltd. Se pusieron a la altura para homenajearlos.

 

jueves, 2 de febrero de 2023

¿SACRILEGIO?

En el Clan Pagüenzo bebemos whisky de malta. Sin hielo y sin agua añadida. Es lo que nos gusta, es lo que nos va. Empezamos así en el siglo pasado y así continuamos en el presente. Pero, aunque nos mantenemos fieles a nuestra costumbre, no perseguimos ni descalificamos a quienes optan por disfrutar del whisky de otras maneras. En nuestras degustaciones, esporádicamente han aparecido algunos casos muy concretos de blended. Incluso, en cierta ocasión ¡un bourbon! Pero esta parrafada pretende ir más lejos, se adentra en el conflictivo asunto de la utilización del whisky como condimento o parte de algo.

Que nadie se alarme. Soy el primero en reconocer que, cuando ha sido necesario y recomendable, he tirado de alguna botella de whisky cercana para echar un chorrito sobre un guiso, una salsa rosa, o alguna receta. Ocasionalmente porque lo consideraba apropiado y, alguna vez, por falta de coñac o brandy en casa. Eso sí, que yo recuerde, siempre fue tirando (quizás nunca mejor dicho) de alguna botella perdida de blended que, en mi casa, no se compran ni se consumen.

Más problemas de conciencia me pudo haber dado el hecho de haber tenido una botella de un malta desaparecido, a la cual, cuando apenas le quedaban dos o tres dedos de fondo, le fui añadiendo restos de otras (algunas de malta y una, en mayor proporción, de blended) hasta generar media botella de una mezcla francamente oscura. No anoté las proporciones, así que no podría repetir la “receta”. La intención, básicamente, fue una especie de “a ver qué pasa”, aprovechando que quería deshacerme de unas cuantas botellas prácticamente vacías que molestaban en un mueble. Lo sorprendente es que el whisky resultante, un blended con una proporción excepcionalmente alta de maltas, fue muy de nuestro agrado (del de mi señora y del mío). De él fuimos dando cuenta en pequeñas dosis hogareñas durante un prolongado periodo de tiempo. Al cabo de muchos meses, la botella se acabó de vaciar y no hemos repetido el experimento. Y mucho tiempo después hemos descubierto que algunas marcas de blenders es a lo que se dedican.

Las tartas me gustan. Unas mucho, otras menos y algunas muy poco. Si alguna es especialmente famosa por su relación con nuestro querido licor es la tarta al whisky. Dependiendo de quién y cómo la prepare, me puede llegar a gustar bastante, aunque ni de lejos es de mis favoritas. Menos aún me atraen los denominados bizcochos borrachos, esos que suelen empaparse en licores. Y, en esa línea de actuación culinaria, siempre hui de los bombones de licor. Tanto en el pasado, cuando vivía con mis padres, como hasta hace poco, cuando mis hijos permanecían en nuestra casa, si aparecía alguna caja de bombones por ahí, estos se iban consumiendo progresivamente hasta que quedaban unos pocos. Siempre los mismos, esos que aparecen enfundados en papelitos de tonos brillantes y metálicos. Los de licor, los cuales, por cierto, solían acabar en la basura.

Sin embargo, unas Navidades forzaron un cambio en mi actitud ante bombones protegidos por brillantes envolturas. Un día de Reyes recibí un regalo un tanto especial en casa de mi ahijado. Era una caja de bombones de whisky. ¡Mejor aún! Bombones rellenos de whisky de malta. Todos ellos single malt. Todos conocidos y con varios bombones de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. La caja tenía su interés. Para empezar, los bombones estaban ordenados por “fuerza, potencia”, o lo que ustedes quieran imaginar, del whisky que llevaban dentro. Desde el más suave hasta el más poderoso. Por otro lado, cada bombón tenía forma de botella de whisky, con una vitola en miniatura que replicaba la del whisky con el que había sido rellenado. También había unas instrucciones de consumo. Retirado el envoltorio, había que invertir la posición de la “botella” de chocolate, de modo que el cuello apuntara hacia abajo. Entonces, un leve mordisco en el fondo de la supuesta botellita permitía probar el chocolate, dejando que el resto del bombón desempeñara la función de diminuta copa. Acto seguido, llegaba el momento de beberse el whisky (una porción francamente mínima), para acabar mezclándolo en boca con el resto del chocolate. Un juego gastronómico interesante.


El efecto, realmente, está bastante alejado de tener la sensación de estar bebiendo whisky. La porción es tan pequeña y parece ser tan capaz de disolver el chocolate que uno no tiene la sensación de estar bebiendo ninguno de los whiskys señalados. Sí de evocarlos tímidamente, pero no de “palparlos” del todo. Tengo que reconocer que el efecto final de mezcla del chocolate con el whisky en la boca sí que resultaba agradable y diferente. Me gustó, aunque no sustituye o propone nada que se parezca a tomarse una copita de licor. Es un placer distinto, más de vocación golosa que de bebida. Dentro de la gama de bombones dispuesta en la caja, sin duda, los dos más fuertes eran los que se acercaban más a las reminiscencias de un diminuto trago de whisky. En los primeros el efecto bombón de chocolate superaba de largo al de “drop of single malt”.

El estuche traía 30 unidades. Seis “botellitas” de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. Una buena selección, de eso que no quepa ninguna duda: The Singleton 12 años, Dalwhinnie 15 años, Oban 14 años, Talisker 10 años y Lagavulin 16 años. La mayoría de ellos son excelentes exponentes dentro de su gama de intensidad. Algunos de ellos se encuentran entre mis favoritos. El regalo fue muy apreciado por mi parte por varias razones. Para empezar por el gesto en sí, haber pensado en regalarme algo y haberse tomado la molestia de “personalizar” la intención imaginando y localizando algo que tuviera mucho que ver con alguna de mis aficiones, ya es un gran detalle. Además, los bombones en sí fueron un interesante deleite. Muy agradables, una forma diferente de recordar los whiskys. Manera alejada de lo que supone un trago, pero suficientemente evocadora. El regalo ha durado mucho, no era cuestión de atiborrarse. Me ha permitido disfrutarlo en compañía e incluso, alguna vez, darme un capricho privado.



Cambiamos de tercio para finalizar con esta aproximación a los usos menos “nobles” del whisky. Toca penetrar, ligeramente, en el escabroso mundo de los combinados. Apenas bebo conbinados. El gin-tonic, que me suele gustar si va poco cargado, lo abandoné casi por completo porque me quita el sueño. La caipiriña y algún otro cóctel tropical me agradan bastante, pero ni los preparo, ni salgo tanto por ahí como para pedirlos. Y el whisky, ya lo he declarado muchas veces, lo bebo sin hielo y sin agua. Sin embargo, recientemente me tomé un espectacular combinado fundamentado en bourbon, aunque debería haber sido whisky de malta. Lo de menos de la anécdota fue el licor de base del combinado, ahí va la historia.

Estábamos en Madrid, en las inmediaciones de la Glorieta de Bilbao, concretamente, un poco al sureste. Nuestros anfitriones nos quisieron sorprender con la visita a un bar “clandestino”. La clandestinidad no es que fuera oficial (seguro que no, pues el bar se anuncia en Internet) sino teatralmente simulada, cuestión que no le quita cierto encanto al asunto. Hay dos modos de verlo. Desde una perspectiva romántica, el cliente informado se acerca a la zona y, cuando ve que el dependiente de un negocio tapadera que hay allí está desocupado, se aproxima discretamente, da la contraseña y el mozo, también discretamente, abre una puerta que es una pared falsa y le permite entrar. El interior es un auténtico pub de estilo escocés elegante y decadente (en Escocia muchos otros pubs son vetustos y decadentes, pero en versiones más proletarias, pescadoras o rurales que elegantes) montado sobre una antigua librería. ¡Una delicia! Hay una barra que no atiende, y un servicio de camareros que se encarga de servir por los diferentes sofás, sillones y rincones que hay repartidos por el doble espacio en el que queda configurada la librería-pub.

Desde un punto de vista más escéptico y nada lúdico, estamos ante un pub decorado con mucho gusto pero que no deja de ser un “decorado” adquirido y montado en una ciudad que le es ajena, aunque eso sí, con parte importante de la librería auténtica. En cuanto a la entrada, el “soplo” en realidad es una reserva previa, lo cual implica planificación de la noche (algo que, me cuentan, cada vez parece ser más necesario en la capital, haciendo complicado sorprender en potenciales “lances de fortuna nocturna”) y mucha formalidad. De hecho, el cliente se instala en mesitas o asientos ya previstos y asignados en función de la reserva, la cual también incluye una franja horaria determinada de la que no puede excederse. En resumen, un negocio muy bien pensado, envuelto en una teatralización exquisita.

Puestos a ello, en lo que a nosotros respecta, optamos por disfrutar y aferrarnos al primer punto de vista: el romántico y juguetón. Nos colocaron en una esquina con mesita y un par de sillones orejeros de cuero, frente a nuestras acompañantes, que optaron por un sofá de dos plazas holgadas. El servicio nos presentó una apetecible carta de combinados alcohólicos y allí cada cual se tomó su tiempo para elegir aquel que le resultara más sugerente, apetecible o atrevido. Yo lo tuve fácil, me pedí un Walter Scott, “literario y escocés”.

Llegaron las copas y el momento fue francamente esperanzador. La presentación de mi combinado era espectacular. Una bebida de aspecto tenebroso, servida en vaso ancho y recio, algo tallado, con pocos adornos, pero, eso sí, con buenos bloques de cristalino y duradero hielo, y una densa niebla evaporándose constantemente desde la superficie. Una niebla que se mantuvo activa, cual fumarola volcánica, durante muchos minutos. La bebida estaba bastante rica inicialmente, se apreciaba (ya es casualidad tras lo explicado anteriormente) que su base de whisky (en este caso whiskey americano) se fusionaba con ligeros toques de chocolate o cacao. Esto último es un detalle que acabó diluyéndose con el paso del tiempo. En conjunto agradable. Sin embargo, aquella no era la primera vez que uno de nuestros acompañantes acudía al lugar y tomaba la misma bebida, y fue él quien me dijo que la vez anterior le había gustado mucho más. Nada que ver, el “brebaje” previo había sido superior y el actual no merecía tal calificativo. Interrogados un par de camareros sobre el asunto nos confesaron, no sin algunas reticencias, que anteriormente utilizaban Laphroaig como base y que, entonces, lo habían sustituido por bourbon. Modestamente, creo que puedo imaginar el cambio. El dulzor alcohólico del bourbon probablemente habría hecho perder contraste con el del resto de ingredientes, algo que la carga iodada, marina y parcialmente ahumada del Laphroaig, seguramente, habría evitado, mejorando el resultado.

La estética del pub y de sus copas es estupenda. Un lugar acogedor, agradable y con estilo. La propuesta, que casi podríamos calificar de “narrativa” o dramatización inicial, también resulta sugerente. Sin embargo, hay un retrogusto mercantil en todo el asunto que no acabó de convencerme y que me dejó cierto mal sabor de boca. La persona de la recepción y de la falsa puerta no se metió del todo en su papel. Se mostró tan distante que de inmediato nos recordó a uno de esos porteros de “discoteca” nada amables. La música estaba demasiado alta como para mantener una buena conversación grupal con comodidad. Ascendió de repente y la bajaron algo cuando lo pedimos por favor, pero aun así molestaba para conversar, algo que no tiene lógica ambiental en un espacio que pretende ser un salón confortable a la antigua. ¿Acaso el dificultar la charla puede provocar el efecto secundario de que la gente se entretenga bebiendo más rápido y, por tanto, pidiendo nuevas rondas? Otro detalle poco acogedor fue que, aun conocedores previamente de la franja de tiempo a la que tenía derecho nuestra reserva (de nuevo la visión comercial está ahí, aunque en este caso la llego a entender para evitar el efecto “gente que pasa una tarde entera en una cafetería cómoda y caldeada consumiendo un único café”), sufrimos una reiterada, cargante y casi hasta invasiva intervención del servicio insistiendo para ver si nos animábamos a pedir otra ronda. Me cuentan que el estilo pionero del local no mostraba tan descaradamente su vocación de negocio, que cumplía mejor el papel que lo hace atractivo. Quizá el cambio pueda haberse debido a la cuestión de los números. Y puede que la sustitución de un malta de Islay con carácter por un menos meritorio bourbon, también se haya originado por una causa similar. En todo caso, una lástima, porque la idea y el gusto propuestos inicialmente convertían al bar en un fantástico oasis urbano de lujo nocturno.

Acabados los bombones, fiel a mi poco hábito de salir por las noches y a mi preferencia por las bebidas “puras”, no siento nostalgia del empleo del whisky para generar combinaciones. De vez en cuando, cuando me apetece o tengo una visita agradable, vierto algún whisky de malta en los vasos y disfruto de la velada sin urgencias. Sin amenazas de control de carreteras y sin altavoces o pantallas que distraigan mi atención de aquello que tengo entre manos: las personas y mi whisky.

 

sábado, 7 de enero de 2023

COMPASS BOX

La de Compass Box es una andadura muy reciente si utilizamos la historia de la elaboración de whisky como marco temporal de referencia. Es una empresa del siglo XXI, pues empezó en el año 2000. Se autodenominan “hacedores de whisky”, cualificación que, sin alcanzar el grado de destiladores, suena más pretenciosa que blenders. Más que una cuestión de orgullo, el considerarse a sí mismos algo más allá de mezcladores tiene su sentido y su explicación. Además de buscar, seleccionar y adquirir partidas concretas de muy diferentes tipos de whisky, elaborados por diversas destilerías, ensayan y estudian recetas propias de mezcla, llevando buena cuenta de las proporciones. Hasta ahí, haciéndolo muy bien o muy mal, con mayor o menor responsabilidad y criterio, no serían más que otro blender más. Sin embargo, en Compass Box se empeñan en otro proceso paralelo aplicado a la madera. Buscan, seleccionan, etc. Maderas para fabricar sus propias barricas. Maderas nuevas y maderas previamente utilizadas. Incluso compran barricas concretas dentro de cada bodega. Después fabrican las suyas propias, dándoles formas por ellos diseñadas, diferenciándolas y, en la medida que la reglamentación de la producción del whisky escocés les permite, combinando diferentes maderas.

Di con Compass Box en 2011. En realidad, no. Con lo que di fue con uno de sus whiskys: The Peat Monster. Con los años, tal es la acumulación de whiskys diferentes que vamos probando en nuestras degustaciones, que a veces parece difícil encontrar otros nuevos. Ahora ya sé que no es así, que siempre quedará margen. En eso, Internet nos facilita mucho las cosas. Pero entonces no resultaba tan asequible dar con tantos productos distintos. Así que me topé con aquel “vatted malt” ahumado y lo probamos. Nos gustó y cumplió con su cometido. De hecho, apenas le prestamos atención a su origen de marca, a Compass Box. Once años después, indagando de nuevo en busca de ejemplares diferentes, di con varios que tenían algo en común: su marca elaboradora. Al ser varios, sí que presté atención a la referencia de Compass Box, y fue cuando indagué realmente sobre su quehacer y funcionamiento. De ahí que este artículo llegue ahora.

Merece la pena una visita virtual atenta y detenida a su “sede”. Es cuando el consumidor puede percatarse de qué es lo que buscan, intentan y proponen, lo cual, a mi juicio, parece muy interesante. Rebuscando por entre sus apartados uno puede acabar encontrando su “ideario”, que pretendo repasar aquí:

“Mezclar es una plataforma para la creatividad”. Es algo con lo que estoy de acuerdo. Si bien siempre prefiero los whiskys single malt, he dado con excelentes ejemplos de vatted malt, es decir, de whiskys mezclados a base de maltas. Teniendo en cuenta ese hecho, las posibilidades de creación y elaboración de un mayor número de whiskys diferentes se multiplica, se hace prácticamente infinita, ofreciendo a los aficionados nuevos campos de búsqueda y disfrute. Ese es, precisamente, el terreno de juego de Compass Box. Su razón de ser.

“Reglas de buen roble”. Tal y como hemos visto antes, más allá de las mezclas, en Compass Box le dan mucha importancia a la madera. Crean también en la fabricación de sus propias barricas, pues consideran que la madera es lo que mayor proporción de carácter y resultado da de entre todo el proceso de elaboración de un whisky. Por eso, una vez realizadas las mezclas, ellos recurren a una nueva maduración en barrica durante periodos que van de entre los 6 meses hasta los 3 años, dependiendo de los casos.

“Buenos whiskys no necesitan declaraciones de edad”. Este es, probablemente, el único de sus principios con el que no estoy de acuerdo. Nuestra experiencia en el Clan Pagüenzo nos ha demostrado que la edad de maduración importa. Que los excesos de edad casi nunca son buenos (en esto estamos pues de acuerdo con el principio aquí declarado), pero que lo contrario, que los whiskys maduren poco, nunca resulta bien. Aunque hay algunos whiskys que con 8 años no están mal y varios de 10 años buenos, una franja aproximada entre los 12 y 18 años es lo que más garantías nos da teniendo en cuenta lo que hemos ido probando. Ya en su día criticamos en estas páginas la tendencia reciente que hay entre bastantes productores, de comercializar nuevas versiones de sus licores con nombres apetecibles y creativos, pero sin declarar la edad. Nuestra sospecha es que pretenden embotellar antes para acelerar la productividad, probablemente presionados por las entidades y grupos de accionistas. Sobre todo, teniendo en cuenta que numerosas destilerías pertenecen ya a grupos de inversión. Eso, además de ser un atentado contra la tradición de la elaboración, afecta muchas veces al producto. Enseguida veremos que uno de los puntos fuertes de Compass Box (conflictivo, pero ante el que me quito el sombrero) es su lucha en favor de la transparencia en la elaboración.

“El whisky debería ser embotellado sin filtrado en frío y con su color natural”. Totalmente de acuerdo. No hay que beber con los ojos, y cuando miramos al whisky, mejor ver la realidad, aunque esta esté desprestigiada últimamente, que el artificio.

“Bebe buen whisky del modo en que te guste. Sin reglas”. Claro, faltaría más. Y lo dice quien lidera a un grupo de puristas que lleva casi treinta años degustando whiskys sin hielo y sin agua, aunque un día, quizás, escriba sobre bombones de licor o un cóctel “clandestino”.

Vamos ahora con ese aplazado asunto de la transparencia. Trasparencia, sostenibilidad, igualdad, etc. Son conceptos que van haciéndose fuertes en la sociedad, obedeciendo a necesidades reales, quimeras, anhelos razonables o no, modas, etc. Normalmente surgen por la necesidad de resolver o paliar los efectos de algún problema generado por el ser humano, pero, van evolucionando en función de intereses partidistas y económicos, manipulaciones ideológicas, manías colectivas, etc. Con la transparencia ocurre eso. Empacha en sus formas, declaraciones y burocracia, pero poco resuelve del oscurantismo de la gestión, gobierno real, acceso a datos prácticos, etc. De muchas entidades que se ajustan a normativas de transparencia. Por poner un ejemplo, los medios de comunicación, adalides de la libertad de prensa y del derecho a la información, se comportan de modo nada transparente a la hora de mostrar las motivaciones de sus contrataciones y ceses, aclarar sus “agendas” de selección de noticias y contenidos, reconocer qué y a quiénes defienden, cómo se financian, etc. Una transparencia real, en mi opinión, ha de partir siempre de una buena educación. En el caso que nos ocupa, de una buena formación de los consumidores, ayudándoles a conocer más sobre los productos, su elaboración, etc. No una información publicitaria y propagandística, sino enseñanza no interesada. Evidentemente, en un entorno comercial, esto se convierte en una utopía. Únicamente encontraremos transparencia educativa en aquellos productores que están muy seguros de que hacen lo que pretenden enseñar. No nos formarán en aquello que no hacen. Así que gran parte de la información aportada son camelos. Ya lo hemos visto con respecto a la edad del whisky: el que cumple lo declara, quienes no lo hacen, es muy posible que se queden cortos en maduración.

Sin embargo, y esto es para mí uno de los puntos más fuertes de Compass Box, llevan años luchando por implantar transparencia a la hora de informar qué whiskys incorporan a sus mezclas. Tal modo de actuar está acarreándoles algunos problemas con respecto a las normativas reguladoras del whisky, que prohíben grados de transparencia muy pormenorizados, pero ellos, entiendo que, con toda coherencia, defienden que el consumidor tiene derecho a saber, con cierta precisión, por qué está pagando y qué está bebiendo. Algunos productores de whisky de malta se están poniendo del lado de Compass Box en este aspecto, pero todavía encuentran mucha resistencia en el sector, tanto por parte de destilerías de malta como de blended. Esta actitud de Compass Box se podría quedar en mera palabrería (como tantas veces ocurre con muchos de los temas de actualidad, y frecuentemente con la transparencia) si no fuera porque la demuestran con hechos. Publican unas fichas de sus whiskys en las que, entre otra información, aparecen unos gráficos con las composiciones porcentuales de sus mezclas. En ellos especifican los porcentajes de whiskys empleados y, si están autorizados a ello, sus destilerías de procedencia. Además (si es que no estoy malinterpretando los gráficos) nos avisan de la edad de cada uno de los “ingredientes”, por medio del número de “capas” de su correspondiente sector. Así pues, nos dan muchísima información, algo que es muy de agradecer y lo dicho: muy formativo.

Dependiendo del whisky concreto, la precisión nominal de lo mezclado es mayor o menor, supongo que en función de los permisos adquiridos para declarar tal o cual procedencia. Pero en todo caso, ya nos va diciendo mucho, y, para quienes hayan probado muchos whiskys con anterioridad, aporta buenas pistas sobre el porqué ese whisky sabe así. Nos ha pasado a nosotros con el ahumado The Peat Monster, sin ir más lejos. Y cuando pasa eso, significa que el cliente está aprendiendo y, por lo tanto, formándose y siendo verdaderamente educado en el consumo. Como he anticipado más arriba, la transparencia completa vendría con la identificación total de todos los ingredientes empleados (lo que creo que no les permiten siempre) y, de paso, con la edad de cada uno de ellos o, al menos, la edad mínima utilizada, esto es, la del más joven de los mezclados, algo que me parece entender que sí están aportando. Así pues, los gráficos de Compass Box, son, de largo, el mayor despliegue informativo (de interés) que hemos encontrado hasta el momento, en casi treinta años de afición degustadora. Nuestra enhorabuena y agradecimiento.

Y del resultado ¿qué? Pues únicamente podemos hablar de dos de sus productos (uno de ellos por partida doble). Ambos son Vatted Malt (hoy en día Blended Malt), es decir, mezcla de whiskys de malta al 100%.  The Spice Tree, es un whisky interesante. Tiene bastante complejidad de sabores y un poderío de nivel intermedio. Su composición en edad es de whiskys de 12 años, a excepción de un 9,3% que se queda en 11 años. Así que una edad muy clásica para orígenes igualmente clásicos (Balmenach, Glen Moray y Tomatin). Tiene un color muy vistoso. Bastante brillante y de gama media de oscuridad, tirando más a denso que a pálido. Entre oro, ámbar u oro viejo, según alguna carta de colores con la que lo he comparado. En cuanto a aromas, me resultó difícil de definir. No despliega en esa faceta un gran derroche de sensaciones, se mantiene más bien parco o algo tímido. Lo contrario que en el paladar, donde se muestra atrevido. Es rico. Tiene atisbos de dulzura y, simultáneamente, un amargor que le sigue a la zaga sin descanso intermedio. Un poco más agresivo de lo que me suele gustar para un whisky de sus características, en los que valoro la riqueza de matices y disfruto más cuando su potencia “alcohólica” no se da prisa por taparla.

Composición de The Spice Tree

En cuanto al The Peat Monster, lo conocimos en 2011 en una versión anterior. Entonces nos pareció un whisky más ahumado que fuerte (que también lo era). Habían conseguido un penetrante aroma ahumado que adelantaba lo que luego sería su sabor. Entonces se componía de tres whiskys de Islay: Ardmore, otro de la costa sur y otro de Port Askaig, mezclados con otro más del Spey (esos datos conservamos en nuestro archivo). Su versión actual ha cambiado bastante. Es “Islay” al 99% y sigue siendo muy ahumado, aunque virando claramente hacia un acabado más “marítimo” o incluso “medicinal”, un resultado “recio” que probablemente interese especialmente al “Club de fans” de ese tipo de whiskys de Islay. Y es que tal resultado parece tener mucho que ver con la composición, con una mayoritaria presencia de diferentes Caol Ila, complementados por un significativo de porcentaje de Laphroaig. Ambos son productores de los que he disfrutado en bastantes ocasiones, pero no mis opciones preferidas dentro de Islay. Soy más de “madera ahumada” que de reminiscencias “marítimas, yodadas, etc.”, pero esto no es más que cuestión de gustos. Probado el The Peat Monster y conocida su composición… ¡me cuadra! ¿Hubiera mejorado con mayor edad participativa en la mezcla? No lo sé, pero pudiera ser que sí. Lo ignoro porque, en esto del whisky, no es nada fácil acertar con las predicciones, pero tengo la impresión de que sí, aunque claro, también hubiera ascendido, seguramente, su precio. Interpreto que en su composición se da un 36% de whisky menor de 10 años, además de un 46 % de 10 años. Eso nos deja únicamente un 4% que supera los 10 años. Es poco, es arriesgado. Y más teniendo en cuenta que parte de ejemplares muy potentes y, si se me permite el calificativo, “agresivos”. No recuerdo el color de la versión anterior, la actual, desde luego, es muy pálida. Algo muy habitual en algunos potentes maltas de Islay. Se agradece en esto la política de la casa de no filtrar ni “colorear”. Mi impresión con este whisky es que resulta muy ahumando en su presentación y en su despedida. Es agradablemente ahumado al olerlo y deja un persistente rumor de paladar y recuerdo gustativo, también claramente ahumado, minutos después de haberlo bebido. Ambas son propiedades muy destacables y logradas. Sin embargo, su disfrute intermedio, siempre bajo mi gusto, no está a la misma altura. En el gusto y sabor no resulta tan ahumado. Sobresalen sabores muy amargos que se alejan de la madera y nos acercan a sustancias más de “botica” o de “marea baja”. Desde mi punto de vista, es un whisky para beber en una única dosis, que además sea corta. Quizás sí que se comporta bien cómo base para cócteles creativos con personalidad, algo a lo que en Compass Box son muy proclives. Seguro que aportan gran personalidad a tales intentos. Pero no soy dado a beber el whisky de ese modo. Tampoco lo he probado con agua o con hielo, porque tampoco es mi estilo.

Composición de The Peat Monster

Compass Box ofrece muchos más whiskys. Bastantes de oferta habitual y unos cuantos de “colección” o “archivo” a costa de producciones eventuales, algo que puede persuadir a los coleccionistas. En lo que al Clan Pagüenzo interesa, actualmente hay cuatro maltas al 100%. Nos faltan de degustar dos, todo se andará, comprobados los dos anteriores, es probable que nos animemos a por los restantes.