En el Clan Pagüenzo bebemos whisky de malta. Sin hielo y sin agua añadida. Es lo que nos gusta, es lo que nos va. Empezamos así en el siglo pasado y así continuamos en el presente. Pero, aunque nos mantenemos fieles a nuestra costumbre, no perseguimos ni descalificamos a quienes optan por disfrutar del whisky de otras maneras. En nuestras degustaciones, esporádicamente han aparecido algunos casos muy concretos de blended. Incluso, en cierta ocasión ¡un bourbon! Pero esta parrafada pretende ir más lejos, se adentra en el conflictivo asunto de la utilización del whisky como condimento o parte de algo.
Que nadie se alarme. Soy el primero en reconocer que, cuando ha sido necesario y recomendable, he tirado de alguna botella de whisky cercana para echar un chorrito sobre un guiso, una salsa rosa, o alguna receta. Ocasionalmente porque lo consideraba apropiado y, alguna vez, por falta de coñac o brandy en casa. Eso sí, que yo recuerde, siempre fue tirando (quizás nunca mejor dicho) de alguna botella perdida de blended que, en mi casa, no se compran ni se consumen.
Más problemas de conciencia me pudo haber dado el hecho de haber tenido una botella de un malta desaparecido, a la cual, cuando apenas le quedaban dos o tres dedos de fondo, le fui añadiendo restos de otras (algunas de malta y una, en mayor proporción, de blended) hasta generar media botella de una mezcla francamente oscura. No anoté las proporciones, así que no podría repetir la “receta”. La intención, básicamente, fue una especie de “a ver qué pasa”, aprovechando que quería deshacerme de unas cuantas botellas prácticamente vacías que molestaban en un mueble. Lo sorprendente es que el whisky resultante, un blended con una proporción excepcionalmente alta de maltas, fue muy de nuestro agrado (del de mi señora y del mío). De él fuimos dando cuenta en pequeñas dosis hogareñas durante un prolongado periodo de tiempo. Al cabo de muchos meses, la botella se acabó de vaciar y no hemos repetido el experimento. Y mucho tiempo después hemos descubierto que algunas marcas de blenders es a lo que se dedican.
Las tartas me gustan. Unas mucho, otras menos y algunas muy poco. Si alguna es especialmente famosa por su relación con nuestro querido licor es la tarta al whisky. Dependiendo de quién y cómo la prepare, me puede llegar a gustar bastante, aunque ni de lejos es de mis favoritas. Menos aún me atraen los denominados bizcochos borrachos, esos que suelen empaparse en licores. Y, en esa línea de actuación culinaria, siempre hui de los bombones de licor. Tanto en el pasado, cuando vivía con mis padres, como hasta hace poco, cuando mis hijos permanecían en nuestra casa, si aparecía alguna caja de bombones por ahí, estos se iban consumiendo progresivamente hasta que quedaban unos pocos. Siempre los mismos, esos que aparecen enfundados en papelitos de tonos brillantes y metálicos. Los de licor, los cuales, por cierto, solían acabar en la basura.
Sin embargo, unas Navidades forzaron un cambio en mi actitud ante bombones protegidos por brillantes envolturas. Un día de Reyes recibí un regalo un tanto especial en casa de mi ahijado. Era una caja de bombones de whisky. ¡Mejor aún! Bombones rellenos de whisky de malta. Todos ellos single malt. Todos conocidos y con varios bombones de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. La caja tenía su interés. Para empezar, los bombones estaban ordenados por “fuerza, potencia”, o lo que ustedes quieran imaginar, del whisky que llevaban dentro. Desde el más suave hasta el más poderoso. Por otro lado, cada bombón tenía forma de botella de whisky, con una vitola en miniatura que replicaba la del whisky con el que había sido rellenado. También había unas instrucciones de consumo. Retirado el envoltorio, había que invertir la posición de la “botella” de chocolate, de modo que el cuello apuntara hacia abajo. Entonces, un leve mordisco en el fondo de la supuesta botellita permitía probar el chocolate, dejando que el resto del bombón desempeñara la función de diminuta copa. Acto seguido, llegaba el momento de beberse el whisky (una porción francamente mínima), para acabar mezclándolo en boca con el resto del chocolate. Un juego gastronómico interesante.
El efecto, realmente, está bastante alejado de tener la sensación de estar bebiendo whisky. La porción es tan pequeña y parece ser tan capaz de disolver el chocolate que uno no tiene la sensación de estar bebiendo ninguno de los whiskys señalados. Sí de evocarlos tímidamente, pero no de “palparlos” del todo. Tengo que reconocer que el efecto final de mezcla del chocolate con el whisky en la boca sí que resultaba agradable y diferente. Me gustó, aunque no sustituye o propone nada que se parezca a tomarse una copita de licor. Es un placer distinto, más de vocación golosa que de bebida. Dentro de la gama de bombones dispuesta en la caja, sin duda, los dos más fuertes eran los que se acercaban más a las reminiscencias de un diminuto trago de whisky. En los primeros el efecto bombón de chocolate superaba de largo al de “drop of single malt”.
El estuche traía 30 unidades. Seis “botellitas” de cada uno de los cinco whiskys seleccionados. Una buena selección, de eso que no quepa ninguna duda: The Singleton 12 años, Dalwhinnie 15 años, Oban 14 años, Talisker 10 años y Lagavulin 16 años. La mayoría de ellos son excelentes exponentes dentro de su gama de intensidad. Algunos de ellos se encuentran entre mis favoritos. El regalo fue muy apreciado por mi parte por varias razones. Para empezar por el gesto en sí, haber pensado en regalarme algo y haberse tomado la molestia de “personalizar” la intención imaginando y localizando algo que tuviera mucho que ver con alguna de mis aficiones, ya es un gran detalle. Además, los bombones en sí fueron un interesante deleite. Muy agradables, una forma diferente de recordar los whiskys. Manera alejada de lo que supone un trago, pero suficientemente evocadora. El regalo ha durado mucho, no era cuestión de atiborrarse. Me ha permitido disfrutarlo en compañía e incluso, alguna vez, darme un capricho privado.
Cambiamos de tercio para finalizar con esta aproximación a los usos menos “nobles” del whisky. Toca penetrar, ligeramente, en el escabroso mundo de los combinados. Apenas bebo conbinados. El gin-tonic, que me suele gustar si va poco cargado, lo abandoné casi por completo porque me quita el sueño. La caipiriña y algún otro cóctel tropical me agradan bastante, pero ni los preparo, ni salgo tanto por ahí como para pedirlos. Y el whisky, ya lo he declarado muchas veces, lo bebo sin hielo y sin agua. Sin embargo, recientemente me tomé un espectacular combinado fundamentado en bourbon, aunque debería haber sido whisky de malta. Lo de menos de la anécdota fue el licor de base del combinado, ahí va la historia.
Estábamos en Madrid, en las inmediaciones de la Glorieta de Bilbao, concretamente, un poco al sureste. Nuestros anfitriones nos quisieron sorprender con la visita a un bar “clandestino”. La clandestinidad no es que fuera oficial (seguro que no, pues el bar se anuncia en Internet) sino teatralmente simulada, cuestión que no le quita cierto encanto al asunto. Hay dos modos de verlo. Desde una perspectiva romántica, el cliente informado se acerca a la zona y, cuando ve que el dependiente de un negocio tapadera que hay allí está desocupado, se aproxima discretamente, da la contraseña y el mozo, también discretamente, abre una puerta que es una pared falsa y le permite entrar. El interior es un auténtico pub de estilo escocés elegante y decadente (en Escocia muchos otros pubs son vetustos y decadentes, pero en versiones más proletarias, pescadoras o rurales que elegantes) montado sobre una antigua librería. ¡Una delicia! Hay una barra que no atiende, y un servicio de camareros que se encarga de servir por los diferentes sofás, sillones y rincones que hay repartidos por el doble espacio en el que queda configurada la librería-pub.
Desde un punto de vista más escéptico y nada lúdico, estamos ante un pub decorado con mucho gusto pero que no deja de ser un “decorado” adquirido y montado en una ciudad que le es ajena, aunque eso sí, con parte importante de la librería auténtica. En cuanto a la entrada, el “soplo” en realidad es una reserva previa, lo cual implica planificación de la noche (algo que, me cuentan, cada vez parece ser más necesario en la capital, haciendo complicado sorprender en potenciales “lances de fortuna nocturna”) y mucha formalidad. De hecho, el cliente se instala en mesitas o asientos ya previstos y asignados en función de la reserva, la cual también incluye una franja horaria determinada de la que no puede excederse. En resumen, un negocio muy bien pensado, envuelto en una teatralización exquisita.
Puestos a ello, en lo que a nosotros respecta, optamos por disfrutar y aferrarnos al primer punto de vista: el romántico y juguetón. Nos colocaron en una esquina con mesita y un par de sillones orejeros de cuero, frente a nuestras acompañantes, que optaron por un sofá de dos plazas holgadas. El servicio nos presentó una apetecible carta de combinados alcohólicos y allí cada cual se tomó su tiempo para elegir aquel que le resultara más sugerente, apetecible o atrevido. Yo lo tuve fácil, me pedí un Walter Scott, “literario y escocés”.
Llegaron las copas y el momento fue francamente esperanzador. La presentación de mi combinado era espectacular. Una bebida de aspecto tenebroso, servida en vaso ancho y recio, algo tallado, con pocos adornos, pero, eso sí, con buenos bloques de cristalino y duradero hielo, y una densa niebla evaporándose constantemente desde la superficie. Una niebla que se mantuvo activa, cual fumarola volcánica, durante muchos minutos. La bebida estaba bastante rica inicialmente, se apreciaba (ya es casualidad tras lo explicado anteriormente) que su base de whisky (en este caso whiskey americano) se fusionaba con ligeros toques de chocolate o cacao. Esto último es un detalle que acabó diluyéndose con el paso del tiempo. En conjunto agradable. Sin embargo, aquella no era la primera vez que uno de nuestros acompañantes acudía al lugar y tomaba la misma bebida, y fue él quien me dijo que la vez anterior le había gustado mucho más. Nada que ver, el “brebaje” previo había sido superior y el actual no merecía tal calificativo. Interrogados un par de camareros sobre el asunto nos confesaron, no sin algunas reticencias, que anteriormente utilizaban Laphroaig como base y que, entonces, lo habían sustituido por bourbon. Modestamente, creo que puedo imaginar el cambio. El dulzor alcohólico del bourbon probablemente habría hecho perder contraste con el del resto de ingredientes, algo que la carga iodada, marina y parcialmente ahumada del Laphroaig, seguramente, habría evitado, mejorando el resultado.
La estética del pub y de sus copas es estupenda. Un lugar acogedor, agradable y con estilo. La propuesta, que casi podríamos calificar de “narrativa” o dramatización inicial, también resulta sugerente. Sin embargo, hay un retrogusto mercantil en todo el asunto que no acabó de convencerme y que me dejó cierto mal sabor de boca. La persona de la recepción y de la falsa puerta no se metió del todo en su papel. Se mostró tan distante que de inmediato nos recordó a uno de esos porteros de “discoteca” nada amables. La música estaba demasiado alta como para mantener una buena conversación grupal con comodidad. Ascendió de repente y la bajaron algo cuando lo pedimos por favor, pero aun así molestaba para conversar, algo que no tiene lógica ambiental en un espacio que pretende ser un salón confortable a la antigua. ¿Acaso el dificultar la charla puede provocar el efecto secundario de que la gente se entretenga bebiendo más rápido y, por tanto, pidiendo nuevas rondas? Otro detalle poco acogedor fue que, aun conocedores previamente de la franja de tiempo a la que tenía derecho nuestra reserva (de nuevo la visión comercial está ahí, aunque en este caso la llego a entender para evitar el efecto “gente que pasa una tarde entera en una cafetería cómoda y caldeada consumiendo un único café”), sufrimos una reiterada, cargante y casi hasta invasiva intervención del servicio insistiendo para ver si nos animábamos a pedir otra ronda. Me cuentan que el estilo pionero del local no mostraba tan descaradamente su vocación de negocio, que cumplía mejor el papel que lo hace atractivo. Quizá el cambio pueda haberse debido a la cuestión de los números. Y puede que la sustitución de un malta de Islay con carácter por un menos meritorio bourbon, también se haya originado por una causa similar. En todo caso, una lástima, porque la idea y el gusto propuestos inicialmente convertían al bar en un fantástico oasis urbano de lujo nocturno.
Acabados los bombones, fiel a mi poco hábito de salir por las noches y a mi preferencia por las bebidas “puras”, no siento nostalgia del empleo del whisky para generar combinaciones. De vez en cuando, cuando me apetece o tengo una visita agradable, vierto algún whisky de malta en los vasos y disfruto de la velada sin urgencias. Sin amenazas de control de carreteras y sin altavoces o pantallas que distraigan mi atención de aquello que tengo entre manos: las personas y mi whisky.