Glenfiddich es
el whisky de malta más vendido del mundo. Y aunque quizás pueda ya no serlo,
durante muchos años también fue el más conocido y popular. Y no por tratarse de
una destilería pionera ¡ni mucho menos!. Sino que su reconocimiento se debe a
otra causa. Básicamente, a haber sido el causante de que el whisky de malta se
conociera fuera de Escocia y, como consecuencia de ello, fuera descubierto y
admirado por bebedores de todo el mundo. Y nosotros nos encontramos entre
ellos, tras iniciarnos en su degustación (la del whisky de malta) a través de
Glenfiddich, hace ya más de un cuarto de siglo. Tan memorable embajada se
antoja de vital importancia. Gracias a la misma, la industria del whisky de malta
experimentó un desarrollo y una apertura tales, que facilitaron el acceso al
mismo por parte de los aficionados que habitamos lejos de las tierras Escocesas.
Sin duda algo que agradecer. Mérito sobrado como para dedicarle unos párrafos a
esta destilería.
Glenfiddich
fue creada por William Grant, un hombre de modesto poder adquisitivo que estuvo
empleado en Mortlach durante 20 años, los cuales aprovechó para estudiar al
detalle todo el proceso de elaboración del whisky. Desde la fundación de la
empresa hasta la actualidad, cinco generaciones de la familia han gobernado el
funcionamiento de su negocio de destilerías, que aún es familiar.
En el verano
de 1886, con la implicación sus siete hijos y sus dos hijas, William Grant
comenzó a construir su propia destilería, piedra a piedra, sin apenas ayuda
profesional externa, y en régimen que casi podría considerarse como de
bricolaje autosuficiente. La levantó en una finca que acababa de adquirir y en
la cual instaló envejecidos equipos, comprados de segunda mano, procedentes de
Cardhu. En un año, aproximadamente, la destilería estaba lista y recibió el
nombre de Glenfiddich (valle del ciervo). Cuenta la tradición interna de la
empresa que en 1887, concretamente la noche (o el día, según versiones) de
Navidad, eran decantadas las primeras gotas destiladas de su historia. Sin duda
una fecha muy simbólica. Historiadores del whisky aseguran que la
comercialización inicial fue francamente difícil. De hecho, parece ser que la
primera gran venta se produjo gracias a que la destilería Glenlivet no pudo
atender un pedido importante, a causa de haber sufrido un incendio en sus
instalaciones, siendo el propio dueño de la prestigiosa Glenlivet, quien recomendó
a su cliente el whisky elaborado por Grant en Glenfiddich.
Tal y como ya
se ha dejado caer, desde el principio, toda la familia estuvo implicada en el
negocio, desempeñando múltiples funciones. En 1892, la empresa se mostraba
próspera, lo que les animó a construir una nueva destilería vecina: The
Balvenie, la cual se ha convertido en otra gran referencia de la producción del
whisky de malta en el zona del Speyside. Hasta 1898, Glenfiddich vendía toda su
producción a otros elaboradores de whisky blended, pero entonces decidieron
producir su propio whisky de mezcla. Cuentan que el primer viajante pasó
verdaderos apuros durante los primeros pasos de la distribución, pues no
consiguió colocar ni una caja de botellas hasta haber visitado a quinientos
tres clientes.
En 1923, en
plena prohibición americana, Grant Gordon (uno de los nietos del fundador
William) decidió aumentar la producción, manteniéndose como una de las únicas
seis destilerías activas en Escocia. Sin duda una opción valiente por
arriesgada, aunque posteriormente se demostrara como estratégicamente acertada,
pues el próximo levantamiento de la coercitiva norma cogió a Glenfiddich
totalmente preparado para satisfacer, sin demora, a un mercado sediento. Años
más tarde, en 1957, el negocio puso en marcha la materialización de una
filosofía productiva que le ha caracterizado siempre: la de tratar de integrar
en sí mismo la mayor parte posible de todo el trabajo experto y especializado
necesario para producir el whisky.
“Charles Gordon, el bisnieto de William, insiste en
tener caldereros en la destilería. Son artesanos raros y hábiles, siempre a
mano para construir y cuidar nuestros alambiques de cobre de forma y tamaño
únicos”. (Sitio Oficial).
Dos años
después añadió la tonelería propia, igualmente integrada en las instalaciones
de la destilería. El diseño de su representativa y singular botella de sección
triangular fue obra de Hans Schleger y se comercializó por primera vez en 1961.
Un par de años más tarde (1963) se produjo un hito de fundamental importancia
para todos. Tanto para la destilería, como para el resto de productores de whisky
de malta, así como para los actuales aficionados a dicho destilado. Aquel año
(casualmente el de mi nacimiento), guiada por Sandy Grant Gordon (otro bisnieto
del fundador), Glenfiddich tomó dos decisiones revolucionarias: producir un
single malt (entonces “Straight Malt”) y salir (comercialmente) de Escocia,
para aventurarse por el mundo dando a conocer dicho whisky. El propio Sandy
viajó a Nueva York con una de aquellas botellas. Tal y como hemos ido
repitiendo, aquel resultó ser un momento clave para la posterior historia y
evolución del malta. Un hito, un verdadero punto de inflexión.
Pero lejos de
quedarse en una mera decisión acertada, y hasta criticada por las voces más
tradicionales y conservadoras del mundo del whisky ¡y ya iban varias decisiones
rompedoras y arriesgadas!, apostaron por una evidente política de apertura de
puertas, permitiendo, desde 1969, que la gente pudiera visitar sus
instalaciones, conociendo de primera mano sus procesos de elaboración. También
aquello fue objeto de críticas “expertas”, y lo que entonces pusieron en
marcha: visitas guiadas y la construcción de un centro de visitantes,
actualmente es algo totalmente común en tan especializada industria. Y es que
Glenfiddich siempre ha destacado por su visión y sus estrategias comerciales, siendo
también pionera en la presentación de sus whiskys en atractivos estuches o vistosas
cajas.
En 1987 mi
línea de vida volvía a establecer paralelismos con la de esta destilería. Aquel
año yo finalizaba mi licenciatura universitaria y ellos celebraban su centenario.
En aquella época no bebía whisky, e ignoraba completamente que existiera el de
malta. Años después, aquí ando, declarando mi afición, y hasta escribiendo
algunas líneas al respecto.
Su whisky de
15 años fue sacado al mercado a partir de 1998. Lleva la denominación añadida
de “Solera”. Tal licor lo elaboran con una base principal de whisky de malta
envejecido en barricas de bourbon, complementándolo con partes envejecidas en
barricas vírgenes (nuevas) de roble, y otro porcentaje madurado en toneles de
jerez. Toda la mezcla es posteriormente asentada en grandes tinas de solera.
La destilería está
ubicada en Dufftown, auténtica capital del Whisky dentro de la comarca del
Speyside. El apelativo de Fiddich, además de significar ciervo, es el nombre de
un afluente del río Spey. Curso fluvial que, pasando por Dufftown, desemboca en
el Spey unas ocho millas aguas abajo. Una de las particularidades de esta
destilería es que prácticamente hacen todo allí, incluso embotellar, lo cual es
un caso bastante raro. Sus alambiques pueden ser considerados como pequeños, y
todavía son calentados directamente con carbón (turba). Cuando la visitamos, en
abril de 1998, aquello era un extenso y laberíntico complejo, compuesto por las
instalaciones de Balvenie y Glenfiddich. Llegamos a la primera, que estaba
cerrada, caminando por una vía verde en plena nevada. Un croquis exhibido en la
pared de un edificio nos ayudó a orientarnos para poder encontrar el centro de
visitantes de la segunda.
Entrada en el parque del río Fiddich.
Comienzo del sendero que nos llevó hasta Dufftown.
El antigui lecho de ferrocarril, ahora reutilizado como sendero.
Nada más alcanzar Dufftown, nos encontramos con la destilería The Balvenie.
“En un salón
muy preparado nos reciben azafatas uniformadas y nos introducen en la visita
con un gran grupo de viejecitos. Primero para disfrutar de una preciosa
proyección audiovisual apaisada, de diapositivas compuestas, con traducción
simultánea al castellano. Resulta realmente impactante, entretenida y muy bien
presentada. Después entramos en grupos reducidos a visitar todo el proceso de
elaboración. Es especialmente interesante poder ver y oler, al abrirlas, las
gigantescas cubas de fermentación de la cebada malteada. Nuestra guía era una
encantadora mujer a la que se le entendía muy bien el inglés, y que contestó
con paciencia y gran interés a todas nuestras preguntas.
Más tarde vino la degustación. El whisky nos supo a
gloria bendita. Estaba riquísimo, disfrutando, además, de un agradable y
amplísimo local ideado para ello. Por último visitamos la tienda”. (Extracto de diario de viaje).
A punto de visitar Glenfiddich.
Sala de alambiques.
Otro detalle de la planta.
La nevada de
aquel año, fue bastante importante. Continuó de modo más copioso en días
posteriores, casi incluso haciéndonos pasar algún apuro. No se trata de un
fenómeno extraño en aquella región. De hecho, en 2010, una gran nevada hundió
el techo de una de las bodegas de barricas de la destilería.
Unos cuantos
años después, bien afianzada nuestra afición al whisky de malta, por mediación
de uno de los miembros más habituales del Clan Pagüenzo, fuimos invitados a una
curiosa cata organizada por el Club del Gourmet del Corte Inglés de Santander.
Se trataba de comparar tres whiskys de diferentes edades, acompañando los tragos
con unas magníficas anchoas ofrecidas por una reconocida conservera de Santoña.
La anécdota viene al caso porque los tres whiskys allí expuestos eran todos de
Glenfiddich. Se empezó con el archiconocido y popular single malt de 12 años. Y
como viene siendo habitual, no nos defraudó. La cata fue dirigida de modo
formal, pero sin petulancias metafóricas. Nada de viajes poéticos por granjas
decimonónicas en busca de leche cruda, o hierba fresca, ni paseos por bosques
otoñales para recolectar frutos silvestres, buscando anclar los aromas del
licor a los recuerdos personales de quien dirija la cata o a caprichosos juegos
de lenguaje barroco. Se nos hizo entrega de una práctica carta de colores (ambarinos),
y se recomendó un repaso visual, olfativo y gustativo, animando a la gente a
que cada cual buscara sus propias sensaciones, las asociara o no a recuerdos
concretos y, sobre todo, disfrutara, con calma y cierta parsimonia, de cada
whisky. Las primeras anchoas, deliciosas, entraron bien tras el trago inicial,
salieron más que airosas de tan aparentemente caprichoso y poco habitual
encuentro gastronómico y, de paso, se mostraron de lo más eficaces a la hora de
“limpiar” cualquier recuerdo alcohólico que pudiera perturbar cierto ejercicio
comparativo entre los sucesivos whiskys.
Y así
procedimos a disfrutar del siguiente, el de 15 años. Una delicia, nos encantó a
los cuatro que allí asistimos (dos mujeres y dos hombres, todos miembros
habituales del Clan). Recuerdo perfectamente que, de hecho, me hizo valorar la
posibilidad de que en casos como aquel, la diferencia de precio de una añada
más longeva pudiera estar realmente justificada. Y eso, recordémoslo, partiendo
de un estándar de buena calidad, como era el de 12 años. Esa reflexión es importante
ya que no siempre, ni mucho menos, mayor envejecimiento (que siempre implica un
producto más caro) genera más calidad o placer al beberlo. Pero el caso es que
aquel whisky nos sorprendió gratamente en suavidad, equilibrio, etc. Ha pasado
ya demasiado tiempo como para precisar más al respecto.
Algunas
anchoas más tarde le llegó el turno al flamante ejemplar de 18 años, al cual
recibimos con admiración y respeto, casi hasta reverencia. El whisky estaba
bueno, sin duda alguna, pero no casaba con lo esperado, supuesto o imaginado.
En realidad, no esperamos nada concreto de cualquier whisky que no hayamos
probado antes. Hacerlo es algo absurdo porque este tipo de bebida ofrece una
diversidad de sensaciones amplísima, pero sí que esperábamos que nos despertara
mucha admiración, y no lo hizo. Nos gustó, pero porque nos gusta el whisky de
malta, no porque nos enamorara.
Probados los
tres, el maestro de ceremonia preguntó a los asistentes qué whisky les había
gustado más, solicitando que emitieran su elección a mano alzada. La casi
totalidad del público se decantó por el de 18 años, quizá por sinceridad, quizá
por maestría catadora o, probablemente, por clásica asunción consumidora de la
supuesta relación precio-calidad, en este caso ampliada matemáticamente a través
de la propiedad transitiva en edad-precio-calidad. Por nuestra parte, que
acostumbramos a opinar de modo diferente, año tras año, en nuestras sucesivas
degustaciones de whisky de malta, hubo total unanimidad: el de 15 años nos
había gustado, con claridad, más que los otros dos. Finalizado el recuento
aproximado, el especialista emitió su opinión, para subrayar dos cuestiones.
Primera, que no hay mejor o peor whisky (salvando extremos), que cada ejemplar
es un mundo, y los gustos individuales, afortunadamente, son aún más diversos
(y respetables) que la amplísima diversidad de whiskys que podemos encontrar. Y
segunda, que cuando él había tenido el privilegio de asistir a jornadas y
encuentros formativos, organizados por Glenfiddich para el “staff” de
profesionales que forman parte de su red de distribución internacional,
habitualmente, el más valorado de los tres solía ser el de 15 años. No se trata
de sacar pecho al respecto. Sería un error y una estupidez. Pero para lo que sí
nos valió aquello fue para reforzar dos actitudes importantes a la hora de
disfrutar del whisky, elegirlo y valorarlo: ser uno mismo, mirando, oliendo y
degustando con sus propios sentidos y bagaje vital; y no dejarse influir por
marcas, precios, opiniones ajenas, edades, etc.
Aprovecho la
ocasión de cerrar este texto, para servirme un Glenfiddich. La casualidad ha
querido que haya una botella del de 12 años en casa, y la disculpa me parece
perfecta. Mi valoración es simple: me gusta este whisky, nunca me defrauda. Hay
varios que me suelen gustar más, pero eso no quiere decir que no disfrute este.
Personalmente lo considero “intermedio”, bastante alejado de aquellos bravos y
fuertes, pero tampoco especialmente suave. Se me antoja muy estable, en el
sentido de que su gran producción quizás garantice un proceso de elaboración
más estandarizado y menos expuesto a la incidencia de todas aquellas variables
que pueden afectar a la “fabricación” del whisky. También me resulta
equilibrado, ofreciendo complejidad o variedad suficiente de aromas, y clara
“representatividad” de lo que se supone que puede ser un single malt. Su olor
me transporta directamente al lugar donde es producido. No es un aroma
excesivamente potente, pero sí elegante y representativo de un genuino malta
escocés. En cuanto a su sabor, su paladar y su cuerpo, tras haberlo tomado
bastantes veces, me atrevo a señalar que siempre resulta fiable. Probablemente
un buen iniciador a la afición por el whisky de malta (aunque tampoco el más
persuasivo para neófitos).
Recuerdos del valle del ciervo. Uno de nuestros pubs favoritos.
Espero que la
lectura de estos párrafos haya servido suficientemente para justificar por qué
dedicarle unas líneas a Glenfiddich. Es hasta un ejercicio de coherencia. Tanto
personal, como en representación del Clan Pagüenzo, algo que cuadra con nuestra
trayectoria, pues el single malt de Glenfiddich (el habitual de 12 años),
estuvo presente en dos degustaciones (y nunca repetimos salvo causas
excepcionales): la primera y la de nuestro 25 aniversario, para la cual
escogimos los cuatro whiskys que nos parecieron los más emblemáticos en relación
a nuestra trayectoria.
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